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Por: Mauricio Velásquez*
Tenía razón Alberto Carrasquilla —ministro de Hacienda del gobierno Uribe— cuando en estas páginas invitaba a desempolvar el debate sobre la inconveniente acumulación de la propiedad rural en Colombia —desde Henry George a Hernán Echavarría—. La solución de Carrasquilla: “imponerle un tributo del 100 % a las ganancias asociadas con la propiedad de la tierra” para cobrar el trabajo que hace la sociedad con la expansión de bienes públicos que valorizan la tierra improductiva (“óptimo económicamente en toda clase de contextos”).
Mucho más conservador es el decreto de tierras 902 de 2017 que implementa la Reforma Rural Integral del Acuerdo de Paz y que ahora pasa a control constitucional. En efecto, una vez acatadas las revisiones sustanciales para cumplir con criterios de conexidad y estricta necesidad constitucional, sugeridas por el grupo de expertos convocado por el Gobierno y las Farc, el decreto hace al menos tres cosas modestas, pero de trascendental importancia para sentar las bases de una paz estable y duradera.
En primer lugar, el decreto apuesta por la consolidación del capitalismo (derechos de propiedad privada) en el sector rural con los Planes de Ordenamiento Social de la Propiedad Rural (POSPR). Por fin el Estado asume la ocupación del territorio mediante barrido predial masivo para la clarificación y formalización de la propiedad privada rural, en un procedimiento único administrativo que puede ser controvertido en sede judicial, respetando así el derecho a la defensa y el debido proceso sin que leguleyos bloqueen el proceso de modernización. Con el 60 por ciento de las propiedades rurales en informalidad y el asesinato sistemático de líderes rurales reclamantes de tierras, resulta evidente la urgencia de establecer el estado de las tierras (con el catastro multipropósito), saber cuál es la tierra del Estado (clarificación de baldíos) y estatalizar las relaciones entre actores (formalización de derechos de propiedad): el monopolio de la violencia rural en cabeza del Estado se parece mucho a la coordinación estatal sobre los derechos de propiedad sobre la tierra.
En segundo lugar, el decreto crea el Fondo de tierras con el cual se busca brindar acceso a tierras a miles de familias campesinas. Y como la tierra por sí sola no produce riqueza, se ordena a la Agencia de Desarrollo Rural para que intervenga automáticamente prestando asistencia técnica e implementación de proyectos productivos. El fondo cumple el mandato constitucional sobre función social de la propiedad y la obligación del Estado de promover el acceso progresivo a la propiedad de la tierra de los trabajadores agrarios, y mejorar la calidad de vida de los campesinos.
Finalmente, el decreto establece un registro público unificado y técnico para determinar los beneficiarios de la reforma rural (RESO). Con este mecanismo no solo se centraliza la información para evitar los infinitos trámites de registro, sino que se fijan técnicamente criterios de priorización.
Tres pasos en la dirección correcta.
* Profesor Asistente, Escuela de Gobierno de la Universidad de los Andes.
