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“No entenderás nada hasta que se muera la tuya”. Mil veces al día me viene a la cabeza esta frase, más verídica que delicada, con la que mi madre me invitó al silencio cuando le pedí, en el funeral de su madre (mi abuela), que por favor respirara hondo e intentara tranquilizarse. Y es que realmente, esta frase quise tatuarla en mi frente para que fuera leída por todas las personas que me abrazaron, y me siguen abrazando, en estos días que habito y que se parecen mucho a lo que intuyo podría ser una estancia en el fondo del mar.
No obstante, todas aquellas personas que no han tenido la desdicha de atravesar por esta experiencia, tan común, pero tan profunda y punzante, sabían recordar para sí mismos a la madre propia, a modo de consuelo ante lo inexpresable, sí, pero también desafiando eso que antes era invisible para mí, pero que ahora empiezo a comprender como eternidad: allí donde estuve, allí donde voy, allí donde estoy, allí donde nada. Seguramente estas personas, después de vernos, a mi hermano y a mí, fueron a abrazar a sus madres y es ahí donde, imaginariamente, he encontrado el bálsamo para contrarrestar los golpes de ese incisivo cincel en el núcleo de mi existencia: esos abrazos fueron provocados por mi madre y, de alguna manera, fueron para ella que fue tan enfática en su filosofía de vida: abrazar, abrazar, abrazar.
Todo muy distinto para quienes ya pasaron por esta asfixia y que lograron o están logrando hallar un punto cuyo ángulo de visión del dolor no incluya la pesada inscripción de la ausencia. Ellos, con la sapiencia de aquel cincel, me recordaron con el cariño más puro o con algún tipo de amorosa torpeza que “lo más duro viene después”. Y al despertarse uno por la mañana después de la tierra sobre el amor, cualquier movimiento de la hoja más minúscula del jardín, hace que todo surja de forma (de verdad que no hay otra palabra) lapidaria. “Buenos días, hijo”, “¿hacemos sopa de qué?”, “que te vaya bien”, “el café me gusta oscuro”, “te amo”. Y entonces uno se hace a la idea de la pena al cuadrado, entendiendo que en una o dos horas será al cubo y así, en caída libre, hasta la última potencia de un tiempo infinito.
Es difícil morir de forma bella, pero morir de forma ordenada, no tanto serena o segura, es la belleza expresada en un nivel superlativo. Las despedidas son inaudibles gritos existenciales que ajustan cuentas de todo tipo, pero sobre todo una, mística y azarosa: la puntualidad con la que llegamos al final. Dos días antes de su muerte, mi madre manifestó, de la nada, un gusto hiperbólico por los atardeceres anaranjados, y se fue en uno así, con la inusualidad que eso representa para una ciudad como Bogotá. El cielo se quemaba y un poquito de ese fuego se coló por la persiana para buscar refugio en sus pies.
Hay algo que me inquieta de la muerte: su mirada. No la vemos, pero sabemos que está. Mi madre rio mucho, y era su mirada azul lo que más relucía en esos momentos. Alguien me dijo: “sus ojos me liberaban del dolor o ya ni sé si era su risa” y ¡magia! Empecé a elaborarla como una minera, una minera del alma: quizás el único y secreto oficio que comparten todas las madres, ¿no? Escrutar la opacidad de sus hijos hasta encontrar lo brillante y echarlo para arriba, a las cumbres, a las estrellas y, finalmente, al gran silencio, cuando, en un segundo, dejan de mirarnos. Una mirada puede ser derribada por la muerte, pero a una minera del alma no hay alud que la sepulte.
Frente a cada palabra de aliento que recibía, ideaba a la persona estacionada frente a su estanque íntimo de palabras intentando pescar, no las mejores, sino las más sensibles, para darse cuenta rápidamente de que lo que verdaderamente importaba eran las aguas del estanque meciéndose levemente gracias a la búsqueda. No hay lenguaje, no hay pensamiento. Hay abrazo y ese era el pez sagrado que pescaban de la forma más prolífica. Abrazo dulce, inmaculado, casto. Abrazo que en el fondo del mar no existe, pero que con su desaparición me hace meditar en el misterio, remoto y joven, de la vida y la muerte. Ahora floto e intento, no solo caminar con la decepción a cuestas, sino con la quietud de la nada, primera paradoja de mi todo. Lo entiendo, mamá.
* A la memoria de Clara Margarita Rojas González.