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La muerte de Jorge Yarce, que acaba de ocurrir, me duele en el alma.
Le conocí cuando él era director de Colprensa en Bogotá, adonde yo recién había llegado (a comienzos de los años 80), proveniente de La Patria de Manizales, para encargarme allí de la redacción política, junto al veterano periodista Óscar Domínguez.
En aquel entonces, Yarce también era, con Jaime Sanín Echeverri, director de la revista Arco, a la que poco tardó en invitarme para ser su colaborador, más aún cuando empecé a cursar estudios de Ciencia Política en la Universidad Javeriana. Por desgracia, no pude atender tan generosa oferta, debido a mis compromisos académicos.
Eso no impidió, sin embargo, que tuviera pleno respaldo suyo en dicha agencia de noticias, más aún cuando llegué a hacer graves denuncias sobre la presencia del narcotráfico (léase: Pablo Escobar y el Cartel de Medellín) en la política colombiana.
En aquel momento, terminó asumiendo conmigo los riesgos del caso, tanto como su jefe de redacción en Colprensa, Orlando Cadavid Correa, quien tampoco ahora nos acompaña.
Fue una prueba de fuego donde, en abierta lucha contra la corrupción, nos mostró su recio carácter, para bien del país.
Luego, cuando asumí, en 1995, la dirección de La República, se fortaleció nuestra amistad. Nos hicimos, pues, grandes amigos, aunque nuestra relación fue más la del discípulo -yo, claro- con su maestro.
Era un maestro, sí, por su vasta formación intelectual, con un par de doctorados en filosofía a cuestas, obtenidos en prestigiosas universidades europeas, y por su dimensión espiritual, a todas luces ejemplar, siendo un modelo de vida para muchos de sus alumnos, lectores y amigos.
Pero, sobre todo, fue un maestro como escritor y hombre de letras o de prensa, incluso como fundador de empresas periodísticas que hicieron historia (Promec y Colprensa, por ejemplo) o profesor universitario y conferencista, no sólo en Colombia sino en el exterior.
Fue, además, fundador y presidente del Instituto Latinoamericano de Liderazgo, donde fui designado por él, al retirarme de La República en 2009 -¡tras veinte años en la dirección general!-, su director ejecutivo.
Tengo, en fin, múltiples razones para agradecerle y exaltarlo como ser humano excepcional, brillante profesional y eficiente administrador, que dejó huella en todo sentido, siguiendo el ejemplo del humilde Maestro de Nazaret, siempre al servicio del país con los más auténticos valores éticos, inspirados en la doctrina cristiana.
¡Paz en su tumba, apreciado e inolvidable amigo!