En días recientes, la Comisión Global de Política de Drogas publicó el informe “La política de drogas en Colombia: El camino a una regulación justa”. Esta Comisión existe desde 2011 y está integrada por 26 destacadas personalidades de la política mundial, entre ellos dos expresidentes colombianos, César Gaviria y Juan Manuel Santos. Su propósito es defender políticas diferentes al prohibicionismo imperante en materia de drogas, basadas en evidencia científica y que consideren los derechos humanos, la salud pública y la seguridad. Su último informe se ocupa del caso colombiano, siendo la segunda vez que se concentra en la situación de un único país, luego de su informe sobre la crisis de los opioides en Estados Unidos, del año 2017.
Es de aplaudir la intervención de la Comisión Global en el momento actual que vive Colombia. Durante cuatro años, entre 2018 y 2022, el gobierno Duque impulsó una política represiva cuyo centro fue la erradicación forzosa de cultivos. El resultado fue un fracaso rotundo: de acuerdo con las Naciones Unidas, la extensión de los territorios con coca alcanzó las 204 mil hectáreas en el año 2021, un 43% más que en el año inmediatamente anterior. El nuevo gobierno Petro ha demostrado desde el primer día su intención de dar un viraje a la política de las drogas y el informe ve la luz en el momento más oportuno para influir en la dirección de esa política. Sin embargo, los argumentos de la Comisión Global dependen de la ocurrencia de un factor poco factible, condenando toda su propuesta a la irrelevancia.
Tras criticar las políticas colombianas de drogas desde la década de 1970, la Comisión Global hace cinco recomendaciones, en su orden: regulación legal de las drogas, fundamentar la política de drogas en los derechos humanos, despenalización de todas las actividades no violentas relacionadas con las drogas, independizar la política de drogas de la agenda de seguridad y fortalecer las instituciones nacionales encargadas de la política de drogas. Las recomendaciones dos, tres, cuatro y cinco son razonables y pueden servir de base para construir una política de drogas racional y efectiva. En cambio, la primera es improbable y puede dar lugar a diversos problemas.
En su glosario, el informe de la Comisión Global define la regulación como un conjunto de normas jurídicas que rigen la producción, los productos, la disponibilidad y el mercadeo de determinada droga, según los riegos y necesidades del entorno que se trate. En otro lugar, explica cuál debe ser el contenido de esa regulación en el caso de la coca: acabar con su prohibición de tal forma que se legalice la producción y comercialización de los productos que la usen como insumo.
El informe no plantea el establecimiento de límites a la producción de coca, por lo que está implícito que pretende que toda la hoja cultivada por los campesinos colombianos se destine a usos lícitos. Es bien sabido que la casi totalidad de la coca en Colombia tiene como fin servir de insumo para la producción de cocaína. Existe un mercado legal de la cocaína, pero es inelástico y está muy regulado. A diferencia de lo que ocurre con el cannabis, no existe en la actualidad ningún movimiento social significativo que busque la legalización de la cocaína. El tema no está presente en la agenda internacional, y si bien es deseable que el país impulse alternativas a la prohibición en Naciones Unidas, su política de drogas no puede depender de esa contingencia. Por tanto, dado es necesario concluir que la coca legal debe ser consumida de manera directa o ser usada en la elaboración de productos legales.
En este punto tampoco salen las cuentas. Como no parece posible que de un momento a otro un gran número de colombianos se dediquen a mascar coca, habría que emplear la hoja como insumo de productos legales. Existen esfuerzos muy loables de varios cocineros que han incorporado en sus recetas la hoja, pero en el mejor de los casos emplearían una parte muy pequeña del millón 130 mil toneladas de hoja que Naciones Unidas estima se produjeron en Colombia el último año. Otra alternativa sería su uso como insumo en la fabricación de otros productos. Es importante considerar lo ocurrido en Perú y Bolivia, que tienen una experiencia mayor en la exploración de usos legales de la hoja. Pese a sus esfuerzos, el 95% de la hoja peruana se destina a la producción de cocaína ilegal, mientras en Bolivia, donde existe una tradición muy sólida de consumo de la hoja de coca y controles comunitarios sobre su producción, alrededor de la mitad de la hoja sirve de insumo para la industria ilegal de cocaína. Aunque pusiese todo su empeño, lo más probable es que Colombia, donde el consumo de la hoja tiene poco arraigo, consiga un resultado más parecido al caso peruano que al boliviano.
Una opción que alguna vez sugirió Petro antes de llegar a la presidencia era comprar toda la producción de la hoja, pero esto, además de convertirse en un estímulo para mantener, sino incrementar, los cultivos de coca a un costo fiscal que puede ser muy elevado, dependiendo de los precios que se fijen, deja en manos del Estado colombiano cantidades crecientes de hoja que no tendrían uso alguno.
Todos los esfuerzos que se hagan por encontrar usos legales a la coca son valiosos. Sin embargo, es necesario reconocer que la legalización de la cocaína no es factible en el presente y es absurdo fundar una política sobre la esperanza de que ocurra en un futuro próximo. Tampoco es posible destinar a usos legales la coca y el Estado no puede comprometerse a adquirir toda la producción de la hoja. Por otra parte, los colombianos sabemos muy bien que la mayor parte de la coca es usada por la industria de la cocaína, que hace parte de los mercados ilegales que alimentan las organizaciones criminales y generan violencia. En Colombia, esa violencia afecta incluso a los líderes locales y a los campesinos que defienden la sustitución de cultivos. Por lo tanto, es imperioso afrontar el problema de qué hacer con la coca.
En un artículo para el número actual de la revista El Malpensante propongo un camino que evita los problemas de la propuesta de la Comisión Global y que recojo aquí en sus líneas principales. Lamentablemente, no existe alternativa a la eliminación de los cultivos de coca para romper el vínculo entre su cultivo y la violencia, pero debe hacerse bajo dos condiciones: primera, su eliminación no debe a su vez generar más violencia ni violar los derechos humanos de los productores; y segunda, es necesario apoyar a los cultivadores para que encuentren una forma de vida productiva y segura que no los tiente a volver a la coca.
El orden en que se realice la transición es clave. La eliminación de la coca sin alternativas económicas está condenada al fracaso. La objeción frente a esta idea es que no existe una actividad productiva legal que sea tan rentable como la coca. Sin embargo, la utilidad no es lo único que motiva al ser humano. Una vida en paz y legalidad, aunque menos rentable, debe ser un disuasivo suficientemente potente para hacer que muchos campesinos abandonen la coca. Por otra parte, los grupos armados amenazan y asesinan a líderes sociales que han impulsado la sustitución de cultivos, haciendo muy difícil construir economías legales en zonas controladas por grupos armados y criminales. La cuarta recomendación de la Comisión Global dice que la política de drogas debe ser independiente de la agenda de seguridad. Por el contrario, la seguridad en las zonas productivas debe ser precondición de la sustitución de cultivos y la iniciativa de Paz Total del gobierno apunta en este sentido. La paz y el desarrollo son lógicamente anteriores al fin de los cultivos. Conseguidas esas dos condiciones, la coca desaparecerá de muerte natural.
Es un proceso que tomará años, pero el país ya ha intentado erradicar la coca sin éxito durante décadas y se puede dar el lujo de apostar a un proyecto distinto que incorpore efectivamente a los cultivadores a la legalidad, haciendo más productivo y democrático al país. No es descartable que en un futuro la comunidad internacional decida legalizar la cocaína, abriendo nuevas oportunidades a los países productores, pero hasta entonces Colombia debe actuar en el marco de las limitaciones que impone el régimen prohibicionista.
* Profesor de la Universidad Nacional de Colombia