El Teatro Mayor Julio Mario Santo Domingo vivió, el 14 y 16 de noviembre, dos jornadas que quedarán inscritas como un punto de inflexión en la vida musical del país. Bajo la dirección del maestro Yeruham Scharovsky, la Orquesta Sinfónica Nacional de Colombia asumió la monumental tarea de interpretar la integral de las sinfonías de Brahms en apenas dos días, y lo hizo con una solidez, profundidad estética y madurez sonora que pocas veces se han escuchado en Colombia. El crítico cultural Esteban Bernal lo resumió con sobriedad y acierto: “No es un concierto más; es un hito que redefine el presente de la Sinfónica Nacional”.
La historia detrás de esta hazaña comenzó hace meses, cuando la cancelación de la visita de la Orquesta de Filadelfia amenazó con dejar un vacío en la programación. Lejos de resignarse, Ramiro Osorio, director del Teatro Mayor, confió en el momento artístico que atravesaba la Sinfónica y en el liderazgo del maestro Scharovsky, ofreciéndole el desafío de asumir la integral brahmsiana. El maestro aceptó de inmediato, con la serenidad de quien reconoce que ciertos retos existen para ser conquistados.
Desde el primer compás de la Primera sinfonía quedó claro que la Sinfónica Nacional atraviesa un estado de forma excepcional. Scharovsky desplegó un sonido amplio, articulado y minucioso en sus detalles, que inundó la sala con una claridad verdaderamente sinfónica. En palabras de Bernal, “bastaron los primeros minutos para confirmar que la orquesta está en el mejor momento artístico de su historia reciente”. Y esa impresión se hizo evidente en cada sección: la cuerda precisa, los metales equilibrados y las maderas luminosas.
El segundo movimiento de la Primera sinfonía ofreció uno de los momentos más íntimos de la noche: el solo del concertino Leonidas Cáceres, cargado de un lirismo sobrio, casi confesional. Y en el cuarto movimiento, el tema célebre emergió con una nobleza conmovedora en el corno de Erwin Rubio, acompañado por la flauta diáfana de Rafael Aponte. Esa misma línea de refinamiento se prolongó en la Segunda sinfonía, donde los violonchelos construyeron un segundo movimiento de profundidad emocional excepcional.
La Tercera sinfonía, con su célebre tercer movimiento, encontró una transparencia y un control del color que solo se logran cuando orquesta y director respiran el mismo pulso. Y la Cuarta culminó con un final monumental: las cuerdas abrieron el cuarto movimiento con una fuerza compacta y precisa, coronadas luego por un coral de trombones que dejó al público en un silencio agradecido, casi ritual.
En el centro de todo estuvo Scharovsky, cuya dirección —sin partitura, con gesto claro, firme y a la vez lleno de calidez— reveló no solo un conocimiento estilístico profundo, sino también un liderazgo que ha transformado internamente a la orquesta. Desde su llegada, en 2023, la Sinfónica Nacional se ha convertido en un organismo cohesionado, expresivo, capaz de abordar repertorios mayores con una autoridad que no admite dudas. Lo que Scharovsky ha logrado solo está al alcance de los grandes directores: que la orquesta no solo toque mejor, sino que piense, respire y sienta mejor.
Lo ocurrido en Bogotá no fue un logro artístico aislado: fue la confirmación de que la Sinfónica Nacional de Colombia ha alcanzado un nivel internacional sustentado en trabajo, disciplina, visión institucional y la guía artística de un maestro excepcional. Brahms, revelado con esta intensidad, dejó de ser un repertorio distante para convertirse en parte viva de nuestra identidad cultural. Y el país, durante esas dos noches, descubrió —o recordó— que su vida musical puede aspirar a la grandeza.
* Politólogo, analista internacional, periodista y columnista.