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La agenda de las altas autoridades chinas ha estado muy congestionada desde que el 20 de enero de 2025, en Estados Unidos, se posesionó Donald Trump como el presidente número 47. Los obreros que adornan Beijing han trabajado con agilidad para cambiar las decoraciones con banderas de países extranjeros en los postes de la avenida Chang’an por donde pasan las caravanas de líderes internacionales hacia los fastuosos recintos del Gran Palacio del Pueblo o la casa de huéspedes ilustres de Diaoyutai a encontrarse con sus pares chinos.
La romería incluye a representantes de la alta academia internacional y a los más magníficos, encumbrados, poderosos y opulentos hombres de negocios. Algunos son viejos conocidos como Cristiano Amon (Qualcomm), Raj Subramaniam (FedEx) o Stephen Schwarzman (Blackstone Group), quienes en los últimos dos años se han visto con el presidente chino, Xi Jinping, tres veces.
La última vez fue hace pocos días en una cena en Beijing a la que asistieron, junto con otros pesos pesados como Ray Dalio (Bridgewater), Bill Winkers (Standard Chartered), Georges Elhedery (HSBC), Ola Kallenius (Mercedes-Benz), Kwak Noh-jung (SK Hynix), Amin Nasser (Saudi Aramco), Toshiaki Higashihara (Hitachi) y los CEO de Pfizer, Cargill, AstraZeneca, Toyota y Boeing.
Entre los políticos, en los últimos días han ido a Beijing Jean-Noel Barrett, ministro de relaciones exteriores de Francia; su colega Paulo Rangel, de Portugal; Winston Peters, vice primer ministro de Nueva Zelanda; Rachel Reeves, “chancellor of the Exchequer” del Reino Unido, y Maroš Šefčovič, comisionado de Comercio y Seguridad Económica de la Comisión Europea. Pronto irán el español Pedro Sánchez y el premier francés Francois Bayrou.
Hay angustia planetaria desde la entronización de Trump 2.0 y su imperialismo sin filtro que no respeta aliados, ni despliega softpower, ni le importa cuidar su prestigio internacional. En el nuevo establecimiento republicano esas cosas son entelequias sin importancia en las que Estados Unidos dilapidó dinero que podría haber dedicado a su desarrollo, o a fortalecer aún más su poder militar.
Incertidumbre es la palabra de moda. “Timoneando en la incertidumbre”, se titula el informe de la OECD del 17 de marzo, que proyecta el impacto de la guerra de tarifas, aranceles y presión comercial exhibido por Estados Unidos hacia otros países para exigir privilegios para empresas y bienes norteamericanos a cambio de no causarles daño con sanciones económicas.
Los líderes mundiales saben que la guerra económica universal de Trump amenaza el comercio y el crecimiento económico; el reporte de la OECD reduce la perspectiva de crecimiento mundial de 3,3 % a 3,1 % para 2025 y a 3,0 % para 2026. Golpeará más a los propios Estados Unidos y a sus socios más importantes y cercanos, como la Unión Europea, Canadá y México.
En esta “Peregrinación al Oriente”, parafraseando la famosa novela clásica china, hay dos tipos de peregrinos: los políticos occidentales que a las carreras diseñan una política exterior independiente en un escenario forzado de aislamiento y agresión norteamericana, que es un desafío gravísimo económico y de seguridad. Son fundamentalmente los países de la OTAN, aliados estrechos de Estados Unidos, casi siempre sus áulicos y subordinados en política exterior y replicadores de uno de los grandes delirios occidentales con China: frenar su ascenso.
Como gobernantes impusieron restricciones a las empresas de comunicación chinas, aranceles a sus vehículos eléctricos y se unieron para impedir el desarrollo de los microprocesadores de las tecnológicas chinas. El fracaso sistemático de su obsesión por frenarla, intentando asfixiarla, nunca fue razón suficiente para que advirtieran que estaban perjudicando sus propios intereses. Tocó que llegara la crisis existencial por la volatilidad del nuevo jefe de la Casa Blanca para que se dieran cuenta de que la contención contra China era una majadería.
Por otro lado, están los magnates de industrias y servicios globales que saben hace décadas que la estrategia de desarrollo de China desde principios de los 1980 buscaba su autosuficiencia y la globalización a largo plazo, empezando con industrias intensivas en recursos y mano de obra por la urgencia de dar trabajo a su enorme población, para ir avanzando hacia la economía calificada y tecnológica de hoy. Este diseño correspondía a una visión política de construcción del socialismo con características chinas, y los magnates del mundo identificaron las oportunidades de un modelo que buscaba el enriquecimiento masivo de la gente, con mayores niveles de bienestar, una creciente clase media, la transición industrial y urbana, el salto hacia la economía cualificada, sostenible, tecnológica, conectada, digitalizada e innovadora y la derrota de la pobreza.
Ellos tienen clara la importancia de un país con un mercado de 600 millones de personas que demandan bienes y servicios de alta calidad, donde la rentabilidad es mayor. Y coinciden con China en que es necesario un entorno internacional estable y relativamente pacífico, reglas de comercio estandarizadas, instituciones internacionales sólidas y que las divergencias económicas no se resuelvan por el poder unilateral, la extensión arbitraria de la jurisdicción nacional, la mentalidad de bloques ni la política de fuerza.
Estos pesos pesados de los negocios y la industria internacionales siempre han mantenido líneas de comunicación abiertas con China. Nunca han creído que la economía china esté colapsando, ni que haya llegado a su “techo”, ni en el desacoplamiento, porque no es serio sabiendo que China produce el 30 % de la manufactura y comercia el 14 % de las importaciones y exportaciones del mundo. No ven a Francis Fukuyama como alguien serio y escuchan más bien a Jeffrey Sachs, quien ha dicho que el desacoplamiento y el bloqueo a China perjudica a Estados Unidos y que se trata de una retórica de políticos arrogantes e ignorantes que no están enterados de que China es el principal motor de la economía mundial. Su contribución al crecimiento económico global supera a los países G7 sumados, según Bloomberg.
Los peregrinos reconocen el aporte de China a la solución de los problemas globales. En medio ambiente, por ejemplo, en el índice IQAir ya no hay ninguna ciudad china entre las 15 más contaminadas del mundo. En transición energética desde la movilidad, China vende el 62 % de los vehículos eléctricos del mundo; en cooperación para el desarrollo tiene la Iniciativa de la Franja y la Ruta; en lucha contra el hambre sacó la mayor cantidad de gente de la pobreza absoluta en la historia humana; en salud, propone que las vacunas sean bien público mundial en manos de la OMS; en seguridad y paz tiene la Iniciativa de Seguridad Global y su propuesta de desarme nuclear basado en el principio de responsabilidad compartida pero diferenciada. Bloquear, contener o aislar es una tontería sin sentido que ignora el poder, la relevancia y el tamaño de China en cualquier asunto mundial.
La “Peregrinación al Oriente” no es una historia nueva. En la crisis financiera de 2007, una guerra de devaluaciones en países asiáticos estaba arrastrándolos a todos al abismo y el mundo contenía el aliento esperando si China entraría en la espiral infernal. Líderes de todas partes pasaban por Beijing y el presidente Bill Clinton llamó al presidente Jiang Zemin, quien le dijo que China haría lo posible para no agravar la situación. Cuando en 1998 Clinton fue a Beijing, en nueve discursos le agradeció y la destacó como socio responsable al no devaluar el yuan renminbi.
A lo largo de su milenaria historia, China ha sido altamente predecible y confiable, no es amiga de la inestabilidad. Cuando los chinos lanzaron la actual etapa de reforma y apertura en 1978, en la III Plenaria del XI Congreso del Partido Comunista, dijeron que ese plan se sostendría por lo menos 100 años. Como país, sociedad, cultura o sistema político, China no se deja llevar por las emociones, ni sus políticas cambian cada cuatro años. Las leyes de inversión extranjera se expidieron en 1979 y estuvieron vigentes 40 años cuando cambiaron para modernizarse.
El mundo no sabe qué pasará con Estados Unidos ni Trump en dos meses. Pero puede estar seguro de qué pasará con China en 25 años. Hasta los virajes radicales probables son predecibles con altos grados de certeza.