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Colombia ante un nuevo proceso 8.000

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Columnista invitado EE: Eloy García*
19 de mayo de 2024 - 04:09 p. m.
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Pocas veces puede preciarse un constitucionalista haber oficiado de profeta. Pero creo modestamente que en esta ocasión se ha cumplido plenamente el sino de la profecía que consiste en predecir los hechos. Me explico: en una columna publicada en El Espectador el pasado 19 de junio de 2023 por quien estas líneas suscribe, se auguraba al hilo de la necesaria y urgente reposición de Altus Baquero como magistrado de CNE por la Corte Constitucional, que “a este órgano le iba a cumplir resolver asuntos de la gravedad de la irregular financiación de la campaña electoral presidencial de 2022″ y que “en sus manos, estaría la posibilidad de que lo que tiene todos los visos de ser un nuevo proceso 8.000 discurriera por un camino procesal recto.” Pues bien, basta leer las noticias de estos días para constatar que lo que entonces se anunciaba ha sucedido literalmente, y no porque quien lo advertía poseyera dotes adivinatorias, sino porque entre las tareas propias del tratadista constitucional se cuenta el conocer la lógica que desde el derecho marca el curso al discurrir de los acontecimientos.

Pero vayamos al grano. La sentencia de la Corte Constitucional tiene dos consecuencias jurídicas inmediatas. Primero, levanta automáticamente la suspensión ad cautelan de Altus Baquero como magistrado del CNE, de manera que desde el mismo momento de su publicación, Altus Baquero Rueda vuelve a ser ipso facto miembro a todos los efectos del CNE. Segundo, esta sentencia señala también de manera ineluctable el sendero, la horma jurídica, por la que habrán de transitar forzosamente los posteriores fallos que el Consejo de Estado emita sobre el cómputo de los requisitos exigibles para acceder a la condición de magistrado del CNE. Es así como el otro proceso pendiente sobre si Altus Baquero contaba con los años de experiencia para ser magistrado del CNE en el instante de su elección, queda resuelto de antemano por la Corte Constitucional sin que el Consejo de Estado pueda apartarse en ningún caso de lo ya decidido por la Corte Constitucional.

Pero ahondando en el significado de la sentencia conviene insistir en que su transcendencia es enorme y se extiende tanto al terreno de lo constitucional, como de las estricta política. En términos constitucionales la Corte ha dejado claro que el Poder Constituyente originario, al redactar la Constitución, creó el CNE de manera directa e inmediata, y lo definió como suprema autoridad electoral, como el órgano de supremacía constitucional encargado de velar por la supervisión de las elecciones, utilizando la figura que la doctrina alemana – tan brillante en estos menesteres – ha bautizado como reserva de Constitución (Vorbehalt der Verfassung). Sobre este presupuesto inicial, la revisión constitucional de 2003 dispuso tres novedades que afectaron al estatus del órgano: [i] excluir al Consejo de Estado en el nombramiento de sus miembros que se atribuye en exclusiva a la elección del Congreso; [ii] establecer un número fijo e inamovible de componentes, nueve (9) magistrados, definido en número impar para que se puedan dirimir limpiamente eventuales empates [iii]; imponer un criterio de proporcionalidad llamado “cifra repartidora” para que los elegidos lo sean en proporción democrática por el Congreso atendiendo a los resultados electorales.

Estamos pues ante una cuestión constitucional crucial que significa que lo que de manera expresa y directa estipula la Constitución, no puede ser regulado, alterado o modificado por ningún poder que no sea el de revisión (Poder constituyente derivado) porque equivaldría a desconocer la supremacía de la Constitución – a desconocer que la Constitución es Ley Suprema - permitiendo que los poderes constituidos nacidos de la Constitución invadan dominios competenciales que no les corresponden, alterando las reglas constitucionales dictadas por el Constituyente primario o derivado.

Pero más allá de ello y hablando en “cristiano”, lo que políticamente se viene encima en Colombia tras el enjuiciamiento por el CNE (integrado desde ahora por nueve magistrados) de la financiación de la campaña del presidente Petro en 2022, es un juicio público en torno a la peor de las lacras que desde 1991 más han dañado a la patria colombiana. Una cuestión capital que se adentra en el corazón mismo de la vida constitucional colombiana, que desde hace más de treinta años está en manos de una piovra, un pulpo terrible llamado corrupción y que ahora se puede y se debe dejar definitivamente cerrada. Y es importante detenerse en ello brevemente.

La Constitución política de 1991 nació en Colombia de una profunda demanda de renovación surgida de la sociedad que el fin de la Guerra Fría hizo posible: regenerar la política colombiana a través de la Constitución. Sus promotores y autores -empezando por los estudiantes que movieron la 7º papeleta - aspiraban a forjar una estructura normativa que desde la neutralidad institucional, permitiera un libre juego de todas las opciones políticas que supusiera el avance hacia el Estado social y Democrático. Se trataba de dar cabida a todos para que la libertad trajera justicia a Colombia. Y normativamente se consiguió y la prueba de ello está en que desde entonces la Constitución es el marco en que se mueven tanto el debate como la acción política cotidiana. Pero políticamente el régimen constitucional ha sido un fracaso porque los dos prohombres de ejecutoria limpia llamados, desde la izquierda y la derecha, a ejecutarla, fueron vilmente asesinados por una cuadrilla de forajidos armada en convivencia oscuras y todavía hoy no bien conocidas. El magnicidio, primero de Luis Carlos Galán y luego de Álvaro Gómez, dejo a la Constitución huérfana de estadistas decentes dispuestos de arrancar de una vez por todas, la corrupción de la vida política colombiana. Constitución y corrupción son términos incompatibles porque corrupción es apropiarse impunemente de los que es del pueblo y Constitución es reglamentar el gobierno del pueblo.

Hace treinta años cuando llegué por primera vez, Colombia se debatía en un terrible proceso llamado 8.000, en el que se ponían a las claras cómo era la convivencia entre corrupción y política, sin que sim embargo nada se resolviera. Hoy ante un CNE reglamentariamente compuesto por nueve magistrados, se va a volver a discutir el problema en un momento en que se abre la precampaña para designar al próximo presidente. Me aventuro a augurar en estas mismas páginas de El Espectador en las que tuve la dicha de acertar hace ahora casi un año, que el candidato que sepa ofrecer a los colombianos un programa de regeneración política nacional que resulte creíble, será el próximo presidente de Colombia.

* Eloy García es ciudadano colombiano por carta de naturaleza. Doctor en Derecho y catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Complutense de Madrid.

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alberto(26571)21 de mayo de 2024 - 12:16 a. m.
Como dijo el chiste de don jediondo: "que chimba de adivino".
Lucila(60806)20 de mayo de 2024 - 07:57 p. m.
Equivocadamente pensê que iba a referirse a la honestidad,êtica y moral de los miembros que conformen este ente de control,que deben ser impolutos,limpios y sin mâcula,pero NOOOO,quê fiasco de profeta.Mejor guarde silencio.
juan(9371)20 de mayo de 2024 - 01:04 p. m.
Pues el CNE no puede juzgar al presidente. Dice la Constitución.
nnnnnigvnlihvcsz(98086)20 de mayo de 2024 - 11:29 a. m.
Como se emputan los comentaristas petristas cuando un man inteligente les sale con la verda. Lea de acá pa abajo pa que vea petristas piedros y llenos de mocos.
Diego(ae55b)20 de mayo de 2024 - 01:08 a. m.
Este señor es profesor? Donde aprendio a escribir?
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