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Colombia se precia de ser la democracia más antigua y estable del continente y, en términos estrictos, así es. No hemos tenido una dictadura oficial, distinta a la de Rojas Pinilla, que además de corta, no implicó un régimen particularmente restrictivo y más bien sentó las bases de la represión que vino después amparada por la cobija de ese sistema ideal. Pero ¿qué se puede decir de una democracia donde el poder por cerca de 20 años se alternó entre las élites mayoritarias que aniquilaron la posibilidad de plantear opciones políticas distintas a la liberal y la conservadora, y que dieron origen al movimiento guerrillero más antiguo de la región? ¿Cuál es la democracia en la que se establece como regla general un estatuto de seguridad del que salieron números alarmantes de desaparecidos, torturados y ejecutados? ¿Es un orgullo ser parte de una democracia que, en manos del narcotráfico fue espectadora de un terrorismo sin precedentes contra toda la sociedad y del asesinato de cuatro candidatos presidenciales? Estas son algunas de las realidades de nuestra democracia reciente bajo la Constitución de 1886.
Y aunque la expedición de la Constitución de 1991 fue un verdadero triunfo democrático logrado contra todos los obstáculos que presentaba el contexto de fines de los años 80, hay que decir que, luego de 30 años de expedida y de los indudables logros que tuvo, la democracia que sostiene sigue siendo muy frágil. ¿En qué tipo de democracia se cometen 6.402 homicidios de ciudadanos para hacerlos pasar por bajas legales de la fuerza pública? ¿Es democracia el sistema que considera que el monopolio de la fuerza está hecho para oprimir con violencia letal el derecho a disentir del gobierno? ¿Cuál democracia tolera que las autoridades y figuras de poder ignoren los actos de justicia por mano propia de algunos particulares de sectores pudientes y que, por el contrario, los justifiquen? ¿Es democracia un régimen donde un tercero, más poderoso que todos los poderosos, decida durante 20 años quién y cómo se dirige un país?
Además, ¿en qué democracia coexisten por décadas el narcotráfico, la ilegalidad, la pobreza, la desigualdad rampante y la guerra de guerrillas? ¿Qué clase de democracia ha llevado a que los sectores privilegiados que sacan ventaja del sistema se consideren ‘personas de bien’ y las poblaciones marginadas, se asuman como delincuentes e invasoras? ¿Cuál democracia asesina a tiros a quien celebra públicamente su derecho democrático a la protesta? ¿En qué democracia los indígenas se distinguen de los ciudadanos y se les pide volver a sus ‘entornos naturales’ como si se tratara de manadas de animales extraviados? ¿Es democracia un sistema que condena a la ciudadanía a decidir únicamente entre dos extremos fundamentalistas y radicales cuya agenda no recoge sino solo una parte de la realidad de este país? ¿De qué democracia hablamos cuando la prensa se persigue y amenaza al no servir de comité de aplausos del gobierno y del poder?
La bomba social que explotó hace dos semanas -pero que llevaba mucho tiempo gestándose en Colombia- nos enfrenta a preguntas difíciles sobre lo que somos, el sistema en el que nos movemos y las posibilidades que tenemos de superar nuestras más urgentes necesidades y ser realmente un sistema político, económico y social viable. En un entorno tan inequitativo, tan dividido y golpeado por la crisis de la pandemia -sumada a todas sus otras tragedias de años- la desconexión de los dirigentes con la ciudadanía está convirtiendo este país un escenario de la peor confrontación social de nuestra historia reciente, muy alejado de los que debería ser un sistema democrático. Esa democracia que enorgullece a tantos solo tiene sentido en la medida en que refleje realmente la posibilidad de convivencia en la diferencia y la diversidad y que promueva políticas de inclusión y de reducción de la desigualdad. Solo mediante la libre participación de todos los sectores en el debate público, a instancias de autoridades que recogen y movilizan las demandas de los sectores más vulnerables hacia acciones concretas, podrá hablarse de democracia. El día en que votar sea un acto libre, informado y no constreñido ni manipulado por voces de mesías que no existen, en ese momento, podremos empezar a pensar en Colombia como una democracia. Y entre tanto pasa eso, seguiremos viendo cómo los señores políticos y los poderosos de este país observan desde sus palacios o desde Miami, al mejor estilo del circo romano, que el pueblo se mate entre sí, mientras el resultado sea que nada cambie y todo siga igual.
@julibustamanter