Por Rodrigo Sandoval Araújo*
Dos asesinatos de mujeres aparecieron en la prensa en los últimos días: el primero sucedió en Argentina, un hombre sindicado de violación y feminicidio salió de la cárcel antes de tiempo y pocos meses después secuestró y asesinó a una activista de derechos de las mujeres y dejó su cuerpo tirado en la mitad de la nada; días después, en Bogotá, un hombre que también había estado en la cárcel, secuestró y después asesinó a una mujer que había denunciado que él la había convertido en víctima de violencia. En ambos casos, la discusión que ha primado es alrededor de los factores individuales: la incapacidad del Estado para dar respuesta oportuna a ambas mujeres y la poca resocialización que se genera en la cárcel.
El problema es mucho más profundo, tenemos una sociedad atravesada por las relaciones dispares entre hombres y mujeres, en donde nosotros tenemos un papel preponderante y ellas uno de acompañamiento, secundario y con menor valor. Esto tiene efectos fuertísimos sobre la calidad de vida de la ciudadanía. Empieza por casa, según el DANE las mujeres gastan el doble de tiempo que los hombres dedicadas al cuidado del hogar; pasa por el trabajo pues, según el ministerio del ramo, las mujeres ganan en promedio 20% menos que los hombres por cumplir las mismas funciones; finalmente, atraviesa el derecho a disponer del cuerpo, pues en la ENDS, casi el 32% de las mujeres mayores de 13 años ha sufrido violencia de pareja y cerca del 7% de las mujeres ha sido víctimas de violencia sexual por parte de su pareja.
La solución, entonces, no puede ser exclusivamente individual. Por supuesto, nos encantaría que todos los hombres que maltratan, violan y asesinan a las mujeres tuvieran un castigo acorde al delito que cometieron. También, que a las mujeres que solicitan medidas de protección se les hagan efectivas. Sin embargo, por entender solo de esa forma a la violencia es que seguimos segmentando a la sociedad: a ellos pongámosle cárcel y a ellas armémosle un cerco policial que las proteja. Eso suena ridículo. Lo que tenemos que hacer es corregir las prácticas e imaginarios sociales acerca de cómo nos relacionamos en espacios públicos y privados.
La pregunta por supuesto es qué podemos hacer. La rueda se puede volver a inventar, hacer que los hombres y las mujeres encuentren nuevos espacios para socializar pacíficamente es un reto enorme, pero hay experiencias que vale la pena revisar. Por un lado, está CELAN, la línea de celosos anónimos que se implementó en Barrancabermeja para reducir las tasas de violencia intrafamiliar que tuvo resultados contundentes. En San Andrés, la iniciativa Livin Tugeda también le ha apostado por una reducción importante de la violencia intrafamiliar a través de la apropiación diferente del espacio público y la construcción de relaciones no violentas alrededor del amor. En Bogotá, la iniciativa Sin Vergüenza busca que a los hombres les deje de dar pena cuidarse a sí mismos y cuidar a otras personas.
Todas son el inicio de una discusión pública alrededor de lo que significa ser hombre o mujer y cómo las relaciones de ambos se pueden transformar con pequeñas acciones en la casa y en la calle. Si seguimos insistiendo que el sexo que se nos asigna al nacer nos debe imponer unas formas de pensar y actuar, seguiremos sorprendiéndonos con titulares de casos escandalosos de violencia sin que haya procesos de cambio sustancial e incumpliendo el propósito de que ni una mujer más sea víctima de violencia.
*Experto en Cambio Cultural