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Hace 49 años, cuatro jóvenes colombianos ilusos se reunieron en una peña en Cundinamarca, Colombia, para hacer un juramento. Hoy, cuando ya sobrepasan los 60 años todos y cuando uno de ellos es presidente de la República, René Guarín quiso reunirlos “para dejar constancia de que la esperanza nunca desaparece”. Estas fueron sus palabras para ellos cuatro.
Las utopías les pertenecen a las mentes locas, bien decía Fernando Birri: “Camino dos pasos, ella se aleja dos pasos, y el horizonte se corre diez pasos más allá. ¿Entonces para qué sirve la utopía? Para eso sirve, para caminar. Ayer ustedes eran niños y visitaron esta peña con unos juramentos de utopías; hoy son unos adultos vivos por al azar con que siempre se mueve la musa de la guerra, o acaso la musa de la esquiva paz.
No quiero hablar de muertes porque me invade la nostalgia de los que nos acompañaron en estas utopías, pero sé que los espíritus de ellas y ellos están merodeando por acá, expresando el grito “a paso de vencedores” cada vez que se asoma la dificultad, es decir siempre.
Nadie imaginaría que entre los millones de niños que sueñan con un mundo mejor, como el niño que fue Luis Otero y hablaba en el colegio de la espada de Bolívar, aparecieran cuatro jóvenes en esta mágica montaña prometiendo tener una Colombia del tamaño de nuestros sueños. Tanta sangre derramada, tanta ilusión frustrada, tantas pintas en las paredes de Colombia que decían: “es tiempo de ser gobierno”, repitiendo las palabras de Álvaro Fayad; tantos grafitis de “Iván Marino, volcán y camino”; tantos periódicos entregados de “Tenga, esta es Colombia”; tantos papeles que decían “Oiga, hermano”; tantos Bateman que nos enseñaron que la revolución es una fiesta, tantas Chiquis de embajadas y amores, en fin, tanta locura y tanta utopía juntas.
Cuando conocí la historia de su encuentro en esta peña pensé en el encuentro que cada uno de ustedes ha tenido con sus propias vidas, parados en sus propias peñas: sus juramentos, algunos cumplidos y otros incumplidos con ustedes mismos; la peña de Gustavo, el concejal preso de Zipaquirá en el Bolivar 83; o la peña de Gustavo, el alcalde destituido; o la peña de Gustavo, el presidente que fue incómodo a la casta de 200 años y que quiso cien años más de soledad para Macondo. La peña de Germán, el ministro atacado, el fabricante de sueños. La peña de Jairo, en la Escuela General Santander, o de Jairo, nuestro JB. La peña de Gonzalo, el misterioso o enigmático, aquel obrerol (no obrero, aclaro).
Compañeros, hoy he querido propiciar este reencuentro porque considero que las mejores historias son las que se cuentan al revés; las que hablan de todos los sonidos de los aplausos por nuestros éxitos, pero que también hablan de todas las carcajadas por nuestros fracasos: ustedes, como yo, han escuchado los aplausos y las carcajadas, las historias de la magia y el cuarzo de Afranio, son nuestro mayor patrimonio. Enaltezco a quienes ofrendaron su vida sin distingos de derechas, izquierdas ni centros, en esta absurda confrontación que abrazamos cuando éramos más jóvenes, cuando cargábamos en el estuche del “Volín” y junto a nuestros cuadernos el mortero que rompería la pared de la embajada aquella, tanta locura y tanta ilusión y tanta muerte junta no han sido en vano.
No convoco acá a discusiones de logros y fracasos, de planes de gobiernos, de estrategias de seguridad, de buena gobernabilidad. Solo me adelanto a festejar la vida que nos tiene acá después de la cárcel, la tortura, la muerte y la desaparición; los invito a pararnos en nuestras peñas y a mirar tanto camino andado, tanta tristeza junta y tanta esperanza acumulada, tanto por hacer ante invasiones de hegemonía. Como siempre, solo repito con la fuerza de la dignidad: a paso de vencedores. Gracias Jairo, Gonzalo, Gustavo y Germán, gracias miembros del JG3.