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La reciente aprobación en Chile de un proyecto de ley que obliga a altos funcionarios del Estado, incluido el presidente, a someterse anualmente a pruebas de drogas, reavivó un debate incómodo pero necesario: ¿cómo equilibrar el derecho a la privacidad de los servidores públicos con la necesidad de fortalecer la confianza ciudadana en sus líderes?
El miércoles 23 de abril de 2025, la Cámara Baja del Congreso chileno aprobó un proyecto de ley que obligaría al presidente, ministros, parlamentarios, subsecretarios, y también a los candidatos a alcaldes y concejales, a realizarse un test de drogas antes de asumir el cargo y cada año durante su mandato. Los resultados serían públicos, y un positivo injustificado podría inhabilitar al funcionario.
La propuesta, respaldada por una mayoría transversal, busca prevenir conductas inapropiadas y reforzar la transparencia. Pero no está exenta de críticas. La diputada Lorena Fries, entre otros, ha advertido que puede prestarse para “el morbo y la exposición pública”, cuestionando si la publicación de los resultados responde realmente a un interés genuino de salud pública o si se trata más bien de una forma de castigo social. La norma deberá aún continuar su trámite legislativo hacia la aprobación definitiva. Chile, en suma, ofrece una advertencia: los mecanismos de control deben diseñarse cuidadosamente para no convertirse en instrumentos de estigmatización.
Esta discusión resulta especialmente pertinente en Colombia, donde una nueva polémica estalló tras las declaraciones del exministro de Relaciones Exteriores, Álvaro Leyva, quien acusó –sin presentar pruebas– al presidente Gustavo Petro de tener problemas de drogadicción, basándose en una supuesta desaparición de dos días durante una visita oficial a París en 2023. Petro se defendió explicando que esos días estuvo compartiendo con su familia, como confirmó su hija Andrea.
El episodio ilustra el peligro de manejar asuntos de consumo de sustancias como armas políticas, en vez de tratarlos con procedimientos institucionales claros y garantistas. En ausencia de protocolos oficiales, las acusaciones –sean verdaderas o falsas– terminan reducidas al espectáculo mediático y al daño reputacional, sin beneficio real para el interés público.
En otros países se han adoptado enfoques diversos para conciliar transparencia y derechos fundamentales. En Estados Unidos, desde 1986, la “Drug-Free Workplace Act” exige pruebas de drogas para empleados federales en cargos sensibles, aunque la Corte Suprema limitó su alcance para otros funcionarios. En Italia, desde 2008, las pruebas son obligatorias para trabajos de riesgo, bajo estrictos protocolos de privacidad. En Francia, en 2025, diez diputados se sometieron voluntariamente a pruebas en la Asamblea Nacional para reforzar la confianza pública. Arabia Saudita y Emiratos Árabes Unidos aplican políticas de tolerancia cero, exigiendo exámenes a expatriados y sancionando severamente cualquier consumo. En Australia, se han propuesto pruebas aleatorias obligatorias para legisladores como vía para recuperar la confianza de los votantes. Estas experiencias muestran que, aunque las pruebas de drogas pueden ser un instrumento legítimo de control, también deben evitar convertirse en mecanismos de persecución política o morbo mediático.
En Colombia urge discutir este tema con seriedad, y no desde la estigmatización ni el escándalo. ¿Queremos funcionarios responsables y libres de consumo de sustancias psicoactivas? Claro que sí. Pero para lograrlo se necesitan reglas claras, procesos institucionalizados, respeto a la dignidad de las personas y garantías de confidencialidad. La privacidad y la transparencia no deben ser vistas como valores antagónicos. Una democracia madura es capaz de defender ambas simultáneamente. Mientras el caso chileno nos ofrece lecciones sobre cómo institucionalizar el debate, el caso colombiano nos advierte sobre los riesgos de dejarlo librado a la política del escándalo.
* Sobre el autor
David A. Montero es un colombiano radicado en Chile. Es profesor asistente de la Universidad de Chile, donde investiga en Microbiología e Inmunología. Ha colaborado en proyectos de salud pública y participa en iniciativas de ciencia ciudadana y divulgación científica.