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En la cosmología de Mesopotamia le fue otorgado a Utapishtim; durante el medievo lo buscaron cientos de alquimistas; en las décadas que faltan por venir lo intentarán crear científicos cambiando el ADN e implementando la criogenia. Pero obtener la inmortalidad es más fácil que todos esos intentos sisifeanos: solo bastaba con haber estado presente el domingo pasado en el Madison Square Garden de Nueva York en la manifestación política del expresidente estadounidense Donald Trump.
El mesías, hecho hombre en ese cavernoso escenario, les habló a sus feligreses. Asistieron 20.000 seguidores, sicofantes, almas perdidas que no podrán ser salvadas. Hubo burlas contra los latinos, los afroamericanos, los judíos. Llamaron a su oponente, Kamala Harris, el anti-Cristo. Me pregunto si todos esos seguidores se toparon con los fantasmas de los 20.000 estadounidenses que estuvieron justo ahí hace 85 años en la manifestación pro-Nazi más grande de la historia de los Estados Unidos, el 20 de febrero de 1939. En ese evento había una pancarta gigantesca de George Washington flanqueado por dos esvásticas, y me pregunto si eso vieron aquellos reunidos el domingo anterior (es posible que Washington estuviera detrás de Trump, o que Washington fuera Trump, o que Trump fuera ahora el hombre más importante en la historia del país).
Trump ha dicho que los migrantes están envenenando la sangre del país. Ha dicho que parte de la culpa si pierde la elección presidencial caería sobre los judíos. No ha negado la posibilidad de crear campos masivos en los cuales encarcelar a los migrantes, que serán víctimas del “plan de deportación masiva más grande en la historia de los Estados Unidos". Es imposible no escuchar los ecos de la retórica y las creencias de ese alemán con bigotito que empezó una “guerrita” siete meses después de que ocurriera aquella manifestación en EE. UU. La historia no se repite, pero a menudo rima, dijo el humorista Mark Twain. Riman, entonces, los versos armoniosos que nos recuerdan la tarde de 1927 en la que fue arrestado un tal Fred Trump en un evento pro-fascismo y pro-supremacía blanca. De tal palo, tal astilla.
Pero, bueno, vuelvo a lo de la inmortalidad. Esos simpatizantes nazis de hace 85 años pasaron a la historia por la forma en la que apoyaron a ese Adolfo Hitler que también pasó, de manera infame, a la historia. Seguro quisieron, después de los horrores de la segunda guerra mundial, que se olvidara su apoyo al extremismo, al exterminio. Pero sus amigos, sus hijos, hermanos, colegas, ojalá nunca hayan olvidado los corazones podridos y almas perdidas de esos 20.000 asistentes. Espero que así suceda con los otros 20.000, los que asistieron a la manifestación del pasado domingo. Cada aclamación, cada aplauso, cada sonrisita, pasará a la historia. Espero que en 50 años esas mismas personas intenten esconder ese capítulo de su sórdido pasado, porque será el deber de todos nosotros inmortalizarlos.
La memoria garantiza la vida eterna. Para salvar a la patria, para sentirse seguros, esos que alguna vez fueron ciudadanos y seres humanos tomaron la decisión de vender el alma a su mesías, su candidato, su manifestación más básica del mal. Hay poemas que riman de forma tan bella que no se pueden olvidar. Pues esas notas discordantes provenientes de sus almas quedarán como ecos sin fin.
Hace 85 años se pronunciaron 20.000 estadounidenses de forma clara y contundente en el Madison Square Garden. Igual debemos asegurar que suceda con esos 20.000 en el Madison Square Garden del 2024. Puede ser que vivan el resto de sus vidas con remordimiento, pidiendo perdón por haber caído en la trampa de este Trump. Pero no podemos absolverlos. Repitieron los pecados de hace casi un siglo. La inmortalidad les será otorgada, una maldición pesada que los marcará de la misma forma que han marcado a la historia.