Publicidad

Desde el balcón de los noventa

Sigue a El Espectador en Discover: los temas que te gustan, directo y al instante.
Columnista invitado EE: Juan Carlos Matamoros
30 de octubre de 2021 - 04:03 p. m.
Resume e infórmame rápido

Escucha este artículo

Audio generado con IA de Google

0:00

/

0:00

La vida me ha premiado, probablemente de forma injusta, con la hermosa presencia de mis papás, quienes con relativa buena salud se acercan ya a los noventa años, queriéndose, consintiéndose, cuidándose y amándose, como la sólida base de una maravillosa familia. Y mientras ellos dos se asoman al balcón de los noventa años, yo los observo desde el balcón de los sesenta, con una mezcla de amor, admiración, orgullo e incredulidad, queriendo desde el fondo del alma, llegar a ser como ellos, mis héroes de carne y hueso.

¡Pero qué difícil es llegar al balcón de los noventa en este mundo y en este país!

Siempre he visualizado la vida en este sistema económico individualista y capitalista que nos tocó, como una furiosa carrera de caballos en la que hay diferentes pistas, y nuestra ubicación en ellas depende de nuestras capacidades y de nuestro origen. En aquella que nos toca correr, lo hacemos sin pausa, sin pensar mucho en hacia donde vamos, tratando solo de superar a los demás, de no dejarnos pisotear, hasta un punto en el cual nuestras fuerzas o nuestra pericia no son suficientes para continuar, y es cuando cambiamos de pista hacia una en donde se va más lento, donde la competencia es más fácil. Este cambio de pista solo pocas veces es voluntario, pues en general los caballos son expulsados de la pista por aquellos rivales más fuertes. Y así, vamos cambiando de pista en pista hasta salir definitivamente de la competencia, para, ojalá, dedicarnos a pastar en paz hasta el final.

Esta parábola, sería hasta bucólica si las expulsiones de una pista a otra se hicieran voluntariamente, o al menos sin dejar consecuencias negativas. Pero en la mayoría de los casos dejan lesiones limitantes de por vida, lesiones que casi nunca son físicas, sino en la psiquis, en la autoestima, afectando nuestra independencia y autonomía hacia el futuro. Y a pesar de ello, todo estaría bien si al momento de llegar a pastar, todos tuviéramos unas mínimas condiciones económicas y de salud que nos permitieran pastar en paz y tranquilidad hasta el final. Debo aclarar que, en esta parábola, pastar no significa no hacer nada, significa hacer solo lo que se quiere sin importar la retribución económica, pues una pensión digna debería garantizarnos la economía de nuestro hogar.

Pero en este mundo de hoy, de la globalidad, de la tecnología y la inmediatez en las comunicaciones, de la competencia exacerbada, los adultos mayores van siendo “expulsados” hacia una periferia cada vez más oculta y de una forma que cada vez más violenta su dignidad humana.

Yo creo que los mayores de ochenta años en Colombia deben tener el sentimiento de que sus valores, aquellos con los cuales fueron criados y, a su vez, intentaron inculcar en sus hijos, son cada vez más vilipendiados y más incorrectos, políticamente hablando. Me refiero a temas que hoy pueden ser perfectamente naturales para nuestros jóvenes, pero que nuestros ancianos no comprenden ni comparten. El ejemplo perfecto es la posición que hoy tienen los jóvenes frente a la población LGBTI, la cual es hoy totalmente aceptada en términos de igualdad, comprendiendo que la condición sexual o de género no debe significar ninguna discriminación. El mundo claramente ha avanzado hacia allá, pero para nuestros adultos mayores no ha sido fácil de comprender.

El avance de las mujeres en nuestra sociedad hacia el reconocimiento de la igualdad de género, justo y necesario por demás, también les ha costado trabajo a nuestros adultos mayores, incluyendo a las mujeres mismas. Ellas, por ejemplo, deben sentirse ofendidas cuando escuchan a sus nietas diciendo que son mujeres modernas, independientes y trabajadoras, y que ni de fundas se quedarían sin hacer “nada” en la casa como las abuelitas. Entonces sentirán como si algo hubieran hecho mal en su vida, como si todo ese amor y esfuerzo por sacar adelante unos hijos y un hogar, no fueran ya apreciados sino todo lo contrario.

Las instituciones que nuestros adultos mayores aprendieron a querer y a respetar, hoy son en muchos casos símbolos de decadencia y corrupción. La iglesia católica y los sacerdotes, antes tan respetados y queridos como modelos de nuestra sociedad, hoy son duramente juzgados por corrupción y pederastia con injustas generalizaciones. Los partidos políticos, que en el pasado siguieron con fervor, hoy son símbolos de corrupción, de malas prácticas, de engaños y mentiras, y ya nadie quiere identificarse con ellos, ni sus mismos candidatos a la presidencia. El Ejército y la Policía Nacional, a quienes en el pasado se respetaba y de quienes se recibía protección, hoy escuchamos que además de corruptos han permitido a lo largo de los años prácticas asesinas y abusivas contra la población inocente.

La institución del matrimonio era tan sagrada que se decía que era la base de nuestra sociedad, pero hoy está totalmente desvalorizada. La gente, si es que se casa, lo hace dos, tres y más veces sin reato alguno. Hoy en nuestras reuniones de reencuentro de sesentones, cuando preguntamos cuántos matrimonios lleva cada uno, aquel que solo se ha casado una vez prefiere decirlo en voz baja y con cierta vergüenza, causando risa e incredulidad entre los demás.

Las empresas eran entidades perfectamente respetables y, en su época de juventud, nuestros ancianos de hoy tenían como meta durar la mayor cantidad de años posible en una empresa, lo cual se veía como una gran carrera. Aquellos que lograban pasar toda su vida como empleados en una sola empresa, eran entonces los modelos por imitar. Hoy, son vistos como unos idiotas.

Se complica aún más la situación para nuestros ancianos con el tema de la tecnología y de las comunicaciones instantáneas. Algunos de ellos seguramente lograron interactuar muy bien con la tecnología, los computadores y el internet, incorporándolos en su día a día, llegando incluso a manejar sin problemas sus movimientos financieros por internet, hasta que hace tres o cuatro años los bancos, en aras de la seguridad y sin importar como afectaban a sus usuarios adultos mayores, resolvieron introducir una clave adicional que se informa al correo o al celular. Hasta ahí llegó la autonomía de mi papá, y seguramente la de miles de adultos mayores. Las abuelas también llegaron a disfrutar el Facebook como medio para mantenerse en contacto con hijos y nietos sin importar dónde viven, hasta que todo comenzó a complicarse y ya hoy no saben si publicar algo en Facebook, o en WhatsApp o en Instagram, y que ni les hablen de Twitter o TikTok o Telegram, y ante tanta confusión, simplemente ya no usan ni el celular.

Y para terminar de complicarles la vida a nuestros viejitos, llegó la pandemia. Con el cuento de que había que protegerlos por ser los más vulnerables, los obligaron a encerrarse en sus casas; no solo les prohibieron salir, sino que les prohibieron ser visitados por sus hijos y sus nietos, reduciéndolos así a la soledad de su casa. ¡Qué indolencia la de nuestra sociedad!

Como decían mis papás, ¿a qué horas fue que nos secuestraron en nuestra propia casa? Lo ocurrido fue patético, llenamos de miedo a nuestros ancianos, aun hoy todavía no terminan por entender que ya pueden salir sin peligro, pues cuando comenzaban a hacerse a la idea saliendo casi furtivamente a almorzar un domingo, los sorprendimos con la noticia de que hay que aplicarse una tercera dosis de refuerzo de la vacuna. Y entonces, vuelven a encerrarse en ese miedo del que creen que nunca van a salir.

Y así, han tenido que acostumbrarse a ridículas e ineficientes consultas médicas por video, a insípidas celebraciones de cumpleaños y matrimonios por Zoom, e incluso al colmo de tener que asistir virtualmente a las exequias de sus familiares y amigos.

Es entonces, dándome cuenta de todo esto, cuando exclamo: ¡Maldita sea, cómo les hemos hecho de difícil la vida a aquellos que hoy se acercan al balcón de los noventa! Y por supuesto que yo no me puedo quejar porque mis papás y todos en la familia somos unos privilegiados en este país. Pero duele pensar en lo difícil que es llegar en Colombia al balcón de los noventa cuando el 80 % de nuestros ancianos llegan a él sin pensión, sin ahorros, sin otra forma de sobrevivir distinta a depender de unos hijos que en muchos casos los maltratan, los subestiman y se los rifan para cuidarlos. Pero cómo no, si el 40 % de esos hijos viven en la pobreza absoluta, en un país que ni siquiera tiene una política integral de atención a las necesidades del adulto mayor, que los discrimina con andenes que son trampas mortales, con sistemas de salud que no los tienen en cuenta y no los tratan como se merecerían, con la ausencia absoluta de redes de salud mental, de sistemas de recreación, capacitación y socialización, una sociedad que los esconde en la periferia más oculta, como si escondiéndolos los desapareciéramos.

Esta sociedad tiene una gran deuda con nuestros ancianos. Todos y cada uno de nosotros deberíamos hacer conciencia de la forma como hoy cuidamos, consentimos y queremos a nuestros mayores, o la pagaremos cuando cada uno de nosotros, inexorablemente, lleguemos allá. Como dicen por ahí, “el que la hace la paga”. O mejor aún, “solo se cosecha lo que se siembra”.

* Miembro de la Tertulia Cervantina 77. El contenido de este artículo es responsabilidad exclusiva de su autor.

Por Juan Carlos Matamoros

Conoce más

 

cristina(c6x7w)31 de octubre de 2021 - 12:14 p. m.
Hoy día para el género femenino es vergonzoso, por decir lo menos, aceptar que se es esposa de fulano y madre de sutanitos... hay algo en la modernidad que no cuadra
Matilde(11300)31 de octubre de 2021 - 11:26 a. m.
De acuerdo con todo lo expresado
Jorge(84283)30 de octubre de 2021 - 08:56 p. m.
Excelente columna, plenamente de acuerdo. Lamento que no esté identificado su autor. Muchas gracias.
  • Juan(62726)31 de octubre de 2021 - 07:06 p. m.
    Juan Carlos Matamoros López, por error no aparece mi nombre, muchas gracias
Atenas(06773)30 de octubre de 2021 - 08:07 p. m.
¡Lo q' era de suponer! Es el pesimismo extremo q' surge de solo salir a votar corriente con un poco de ilustración. Q' repase las Sagrada Biblia, la historia griega o del pueblo judío, o de Roma imperial pa no hablar de la Europa medieval, o del siglo XX. Bajate de esa nube de tertulias de alaracosos.
  • PEDRO(90741)30 de octubre de 2021 - 10:48 p. m.
    Cuenta regresiva: faltan 281 días para que termine este desalmado gobierno. Y está en usted evitar que se repita, informándose muy bien por quién dará su voto.
Hernando(84817)30 de octubre de 2021 - 04:25 p. m.
Estoy de acuerdo con lo de la desprotección a los ancianos en una sociedad desigual e injusta como en la mayor parte del mundo. Pero no estoy de acuerdo con sus nostalgias, pues en esa aparente armonía se ocultaban todas las hipocresías que hoy destapan la modernidad y la ciencia. Voy para los 80 y no añoro nada de ese pasado, fundamentalista y excluyente como hoy, pero agazapado en sus dogmas.
  • Hernán(22184)30 de octubre de 2021 - 05:21 p. m.
    Comparto el comentario de mi cuasi tocayo y le agrego que a mis 73, con mi madre de 97, siento a diario el descuido, por no llamarlo desprecio, de una sociedad embelesada con los truquitos modernos y olvidada de los mayores que les dieron todo; bueno a los privilegiados, porque son millones de jóvenes sin un futuro cierto y falsos espejismos como meta de vida
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta  política.