La vida me ha premiado, probablemente de forma injusta, con la hermosa presencia de mis papás, quienes con relativa buena salud se acercan ya a los noventa años, queriéndose, consintiéndose, cuidándose y amándose, como la sólida base de una maravillosa familia. Y mientras ellos dos se asoman al balcón de los noventa años, yo los observo desde el balcón de los sesenta, con una mezcla de amor, admiración, orgullo e incredulidad, queriendo desde el fondo del alma, llegar a ser como ellos, mis héroes de carne y hueso.
¡Pero qué difícil es llegar al balcón de los noventa en este mundo y en este país!
Siempre he visualizado la vida en este sistema económico individualista y capitalista que nos tocó, como una furiosa carrera de caballos en la que hay diferentes pistas, y nuestra ubicación en ellas depende de nuestras capacidades y de nuestro origen. En aquella que nos toca correr, lo hacemos sin pausa, sin pensar mucho en hacia donde vamos, tratando solo de superar a los demás, de no dejarnos pisotear, hasta un punto en el cual nuestras fuerzas o nuestra pericia no son suficientes para continuar, y es cuando cambiamos de pista hacia una en donde se va más lento, donde la competencia es más fácil. Este cambio de pista solo pocas veces es voluntario, pues en general los caballos son expulsados de la pista por aquellos rivales más fuertes. Y así, vamos cambiando de pista en pista hasta salir definitivamente de la competencia, para, ojalá, dedicarnos a pastar en paz hasta el final.
Esta parábola, sería hasta bucólica si las expulsiones de una pista a otra se hicieran voluntariamente, o al menos sin dejar consecuencias negativas. Pero en la mayoría de los casos dejan lesiones limitantes de por vida, lesiones que casi nunca son físicas, sino en la psiquis, en la autoestima, afectando nuestra independencia y autonomía hacia el futuro. Y a pesar de ello, todo estaría bien si al momento de llegar a pastar, todos tuviéramos unas mínimas condiciones económicas y de salud que nos permitieran pastar en paz y tranquilidad hasta el final. Debo aclarar que, en esta parábola, pastar no significa no hacer nada, significa hacer solo lo que se quiere sin importar la retribución económica, pues una pensión digna debería garantizarnos la economía de nuestro hogar.
Pero en este mundo de hoy, de la globalidad, de la tecnología y la inmediatez en las comunicaciones, de la competencia exacerbada, los adultos mayores van siendo “expulsados” hacia una periferia cada vez más oculta y de una forma que cada vez más violenta su dignidad humana.
Yo creo que los mayores de ochenta años en Colombia deben tener el sentimiento de que sus valores, aquellos con los cuales fueron criados y, a su vez, intentaron inculcar en sus hijos, son cada vez más vilipendiados y más incorrectos, políticamente hablando. Me refiero a temas que hoy pueden ser perfectamente naturales para nuestros jóvenes, pero que nuestros ancianos no comprenden ni comparten. El ejemplo perfecto es la posición que hoy tienen los jóvenes frente a la población LGBTI, la cual es hoy totalmente aceptada en términos de igualdad, comprendiendo que la condición sexual o de género no debe significar ninguna discriminación. El mundo claramente ha avanzado hacia allá, pero para nuestros adultos mayores no ha sido fácil de comprender.
El avance de las mujeres en nuestra sociedad hacia el reconocimiento de la igualdad de género, justo y necesario por demás, también les ha costado trabajo a nuestros adultos mayores, incluyendo a las mujeres mismas. Ellas, por ejemplo, deben sentirse ofendidas cuando escuchan a sus nietas diciendo que son mujeres modernas, independientes y trabajadoras, y que ni de fundas se quedarían sin hacer “nada” en la casa como las abuelitas. Entonces sentirán como si algo hubieran hecho mal en su vida, como si todo ese amor y esfuerzo por sacar adelante unos hijos y un hogar, no fueran ya apreciados sino todo lo contrario.
Las instituciones que nuestros adultos mayores aprendieron a querer y a respetar, hoy son en muchos casos símbolos de decadencia y corrupción. La iglesia católica y los sacerdotes, antes tan respetados y queridos como modelos de nuestra sociedad, hoy son duramente juzgados por corrupción y pederastia con injustas generalizaciones. Los partidos políticos, que en el pasado siguieron con fervor, hoy son símbolos de corrupción, de malas prácticas, de engaños y mentiras, y ya nadie quiere identificarse con ellos, ni sus mismos candidatos a la presidencia. El Ejército y la Policía Nacional, a quienes en el pasado se respetaba y de quienes se recibía protección, hoy escuchamos que además de corruptos han permitido a lo largo de los años prácticas asesinas y abusivas contra la población inocente.
La institución del matrimonio era tan sagrada que se decía que era la base de nuestra sociedad, pero hoy está totalmente desvalorizada. La gente, si es que se casa, lo hace dos, tres y más veces sin reato alguno. Hoy en nuestras reuniones de reencuentro de sesentones, cuando preguntamos cuántos matrimonios lleva cada uno, aquel que solo se ha casado una vez prefiere decirlo en voz baja y con cierta vergüenza, causando risa e incredulidad entre los demás.
Las empresas eran entidades perfectamente respetables y, en su época de juventud, nuestros ancianos de hoy tenían como meta durar la mayor cantidad de años posible en una empresa, lo cual se veía como una gran carrera. Aquellos que lograban pasar toda su vida como empleados en una sola empresa, eran entonces los modelos por imitar. Hoy, son vistos como unos idiotas.
Se complica aún más la situación para nuestros ancianos con el tema de la tecnología y de las comunicaciones instantáneas. Algunos de ellos seguramente lograron interactuar muy bien con la tecnología, los computadores y el internet, incorporándolos en su día a día, llegando incluso a manejar sin problemas sus movimientos financieros por internet, hasta que hace tres o cuatro años los bancos, en aras de la seguridad y sin importar como afectaban a sus usuarios adultos mayores, resolvieron introducir una clave adicional que se informa al correo o al celular. Hasta ahí llegó la autonomía de mi papá, y seguramente la de miles de adultos mayores. Las abuelas también llegaron a disfrutar el Facebook como medio para mantenerse en contacto con hijos y nietos sin importar dónde viven, hasta que todo comenzó a complicarse y ya hoy no saben si publicar algo en Facebook, o en WhatsApp o en Instagram, y que ni les hablen de Twitter o TikTok o Telegram, y ante tanta confusión, simplemente ya no usan ni el celular.
Y para terminar de complicarles la vida a nuestros viejitos, llegó la pandemia. Con el cuento de que había que protegerlos por ser los más vulnerables, los obligaron a encerrarse en sus casas; no solo les prohibieron salir, sino que les prohibieron ser visitados por sus hijos y sus nietos, reduciéndolos así a la soledad de su casa. ¡Qué indolencia la de nuestra sociedad!
Como decían mis papás, ¿a qué horas fue que nos secuestraron en nuestra propia casa? Lo ocurrido fue patético, llenamos de miedo a nuestros ancianos, aun hoy todavía no terminan por entender que ya pueden salir sin peligro, pues cuando comenzaban a hacerse a la idea saliendo casi furtivamente a almorzar un domingo, los sorprendimos con la noticia de que hay que aplicarse una tercera dosis de refuerzo de la vacuna. Y entonces, vuelven a encerrarse en ese miedo del que creen que nunca van a salir.
Y así, han tenido que acostumbrarse a ridículas e ineficientes consultas médicas por video, a insípidas celebraciones de cumpleaños y matrimonios por Zoom, e incluso al colmo de tener que asistir virtualmente a las exequias de sus familiares y amigos.
Es entonces, dándome cuenta de todo esto, cuando exclamo: ¡Maldita sea, cómo les hemos hecho de difícil la vida a aquellos que hoy se acercan al balcón de los noventa! Y por supuesto que yo no me puedo quejar porque mis papás y todos en la familia somos unos privilegiados en este país. Pero duele pensar en lo difícil que es llegar en Colombia al balcón de los noventa cuando el 80 % de nuestros ancianos llegan a él sin pensión, sin ahorros, sin otra forma de sobrevivir distinta a depender de unos hijos que en muchos casos los maltratan, los subestiman y se los rifan para cuidarlos. Pero cómo no, si el 40 % de esos hijos viven en la pobreza absoluta, en un país que ni siquiera tiene una política integral de atención a las necesidades del adulto mayor, que los discrimina con andenes que son trampas mortales, con sistemas de salud que no los tienen en cuenta y no los tratan como se merecerían, con la ausencia absoluta de redes de salud mental, de sistemas de recreación, capacitación y socialización, una sociedad que los esconde en la periferia más oculta, como si escondiéndolos los desapareciéramos.
Esta sociedad tiene una gran deuda con nuestros ancianos. Todos y cada uno de nosotros deberíamos hacer conciencia de la forma como hoy cuidamos, consentimos y queremos a nuestros mayores, o la pagaremos cuando cada uno de nosotros, inexorablemente, lleguemos allá. Como dicen por ahí, “el que la hace la paga”. O mejor aún, “solo se cosecha lo que se siembra”.
* Miembro de la Tertulia Cervantina 77. El contenido de este artículo es responsabilidad exclusiva de su autor.