Se gesta como un feto deforme. Un proceso extenuante y enloquecedor. Una granja orwelliana donde los cerdos se bañan en el Caribe navegando apaciblemente en sus yates comprados con el oro del Orinoco. La deformidad es el resultado de los vicios de los progenitores. El alumbramiento, la consecuencia de la equidistancia bien pagada. Y en la sala de invitados, la diplomacia internacional convertida en un instrumento útil para la barbarie en demasiados sitios, esperando el próximo engendro.
Toda gestación tiene sus riesgos. Darle voz al pueblo desencadenó una eclampsia que exacerbó los riesgos de un aborto. A los progenitores del deforme feto, además del vicio, les caracteriza la pereza, rasgo de quienes arreglan todo sin esfuerzo, con dinero y dolor ajeno. Y aunque toda mentira tiene su tiempo de ser creída, se necesita algo de esfuerzo para formalizarla con represión y violencia.
La tiranía crece como lo hacen los recién nacidos que han superado un embarazo de riesgo: con miedo a morirse, a no prosperar. Bajo peso, poca talla y algún déficit motriz y cognitivo mientras ajusta sus pasos y se afianza. Las carencias psicoafectivas del entorno se corrigen a base de desengaños, de visitas puntuales de terceros al recién nacido, de saludos cariñosos y recados de parientes próximos, de palabras que significan lo contrario de lo que significan. Momentos que constituyen la antesala de la naturalización de sus crímenes y atractivos, del sexo sucio y placentero que está por llegar. La dictadura es una mujer administrada por hombres con estómagos enormes y también por mujeres empoderadas y viciosas.
El hermetismo suele favorecer el olvido y también el aislamiento. Supera etapas dilatando pacientemente los tiempos hasta confundir la niñez con la adolescencia y la juventud. Amanece adulta sin que nadie haya reparado en el paso de los años vividos entre paredes frías y ventanas enrejadas. Recibe cuidados, sobre todo de quienes dicen que no la quieren, negando sus propósitos inconfesables. Siempre hay una apariencia y, detrás de ella, la realidad.
Los primeros años son duros. Tan duros como el largo periodo de gestación, o quizás más duros porque el dolor acumulado encorva el horizonte. Nadie está a salvo. Hace llorar a gente humilde, y hace pasar más hambre a la misma gente humilde que llora hambrienta mientras huye. Los interesados que viven de ella lo hacen bajo el miedo a ser ejecutados, sosegando la incertidumbre con el derroche diario de las riquezas robadas, como si no hubiera mañana. Envejece lentamente, camuflando las arrugas con operaciones estéticas y propaganda cutre mientras un heredero ya crece en la sombra.
Con las contracciones uterinas el feto desciende lentamente hacia el canal del parto, mientras la oxitocina recorre una larga distancia desde el cerebro hasta el útero, a la vez que inunda el torrente sanguíneo y favorece la dilatación. El obstetra introduce las manos en la vagina hasta las muñecas, y manipula al feto para sentirlo, apreciando sus formas y contornos, y asegurando que se desliza sin ahogos hacia un mundo en ruinas. Una madre extenuada empuja desde las entrañas, y una cabeza amoratada asoma en una sala de parto donde el olor de las flores se confunde con el dulce de la sangre. Un instante de angustia e incertidumbre. Un momento, y luego, una vida por delante.