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Dos políticas culturales, un país

07 de agosto de 2022 - 05:30 a. m.

Los expertos en ciencias políticas deberían estudiar la eficacia que tuvo la campaña de Petro en el sector cultural. Desde los inicios del gobierno de Duque se organizó la oposición desatada a la economía naranja; al final, las marchas coloridas, festivas y teatrales sirvieron de lanzamiento a la campaña y ganaron. Esto, sin duda, obedece a que los artistas y los que hacen cultura, que son muchos, son también ruidosos y visibles. El nombramiento de Patricia Ariza en el Ministerio de Cultura es un reconocimiento a su liderazgo, sin titubeos, en todo el sector. Tiene mérito.

En mi opinión, la oposición a la economía naranja se ampara en tres falacias: un juego de palabras que asocia falsamente economía a rentabilidad y mercantilismo, una prescripción confusa de la responsabilidad única del Estado en el gasto y pago de todos los proyectos culturales, y el desprestigio de la cultura que pasa por el entretenimiento y la tecnología. Quienes van a gobernar defienden una cultura esencial, pura y ajena a lo material.

Nada es absoluto, mucho menos en cultura.

Separar el entretenimiento de la cultura esencial es mandar al garete la política de televisión comercial, la política editorial, la de los espectáculos públicos masivos, el turismo cultural, la música popular, la tecnología y las fiestas. Una política justa debe al tiempo estimular los proyectos rentables, respaldar los sostenibles y apoyar en su totalidad aquellos proyectos a pérdida que son fundamentales para las comunidades y el país. No es difícil, está planteado en las políticas culturales desde hace varios gobiernos. Lo que es nocivo es cerrarle la puerta a la contribución simbólica y a la construcción social de expresiones como el reguetón, las telenovelas, el internet y las redes sociales con el argumento de que son comerciales o superficiales. Lo cultural, que hoy pasa por los teléfonos inteligentes y la tecnología, es muy diverso, inmenso y libre: no es posible ignorarlo. Además, el audiovisual y la edición hacen por lo menos el 60 % del PIB cultural: representan empleo, producción, son valor agregado y cultura.

El gobierno entrante tiene la intención de aumentar los presupuestos estatales asignados a la cultura: es una buena noticia y hay que apoyarla. Mientras tanto no se nos puede olvidar que el Estado lo hace muy mal cuando es el único recurso para artistas y productores. Recordemos la aridez de la cultura de provincia en los países soviéticos comparada, por ejemplo, con el movimiento de teatro regional de EE. UU., en donde participan públicos, empresarios, donantes, el Estado local y central. Cuando el Estado facilita desarrollos locales, fomenta emprendimientos y crea leyes que vinculan mandatarios locales, empresarios, ciudadanos y artistas es cuando surge una cultura próspera y democrática.

La institucionalidad cultural no puede ser solamente filosófica y apoyar las expresiones de cultura que prefiere quien gobierna. Importan la infraestructura, la libertad, la tecnología, los estímulos fiscales, la participación de los gobiernos locales y la vinculación de los empresarios. Vender una boleta responde a costumbres y leyes comerciales, estrategias de mercado, lógicas comerciales y de gestión. Vincular donantes tiene que ver con exenciones tributarias y aportes de las comunidades. La economía de la cultura creó criterios de gestión, leyes e información que cambiaron las políticas culturales de muchos países. El gran aporte de la economía de la cultura ha sido definir el lugar de las artes no rentables en todo el ecosistema cultural: no hay una industria cultural próspera y pertinente sin la cultura comunitaria, los experimentadores y vanguardistas. Al tiempo, piensen, lectores, cuántas cosas de su vida cultural son masivas y comerciales: las plataformas, el cine, la web, la música que oyen y lo que ven y hacen en su teléfono.

Quienes llegan al Palacio Echeverry nos quieren convencer de que sus ideas son irreconciliables con lo que dejan los que salen, de que se trata de visiones incompatibles de la política cultural. No es así. Detrás del debate político son más las coincidencias que las diferencias. Ojalá respeten la libertad y la pluralidad, pero, sobre todo, que protejan la institucionalidad y los programas que funcionan y le han servido a la cultura. Sin duda un giro así, de inclusión y apertura de ideas, ayudaría mucho a esos tres proyectos entrañables de la nueva administración: la educación artística masiva, el fomento de las culturas de región y la cultura de construcción de paz.

 

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