Las tres palabras del título merecen una cierta definición previa. No aspiro a mucho más. Empecemos por la preposición de, que hace referencia al continente antes que al contenido. Como cuando se pide un vaso de agua. Se quiere decir con ello la cantidad de agua que solicito, como con una taza de té o una copa de vino o una bolsa de leche. Quiero beber el agua que quepa en un vaso o el té que quepa en una taza o el vino que le quepa a una copa o la leche que quepa en una bolsa. ¿Cuál es entonces el continente de la educación? Las personas, por supuesto, los seres humanos. En nosotros, pudiéramos decir, está el recipiente donde la educación se vierte. No es que estemos hechos de educación como el vaso no está hecho de agua o la taza no está hecha de té. Claro que no. Es que en nosotros se contiene aquello que se vierte y entonces se hacen una sola cosa continente y contenido, aunque puedan existir el uno con independencia del otro. De hecho, es concebible el vaso sin agua tanto como un ser humano sin educación. Por eso el título no dice educación con calidad, porque la educación no es algo añadido que se agrega al continente humano. Es que una vez vertida en él, se conforma una unidad que permite que el contenido habite el continente. Y se fusionan.
En cuanto a la palabra educación, las definiciones son variadas. Digamos simplemente que educar es una actividad dirigida o no, permanente o no, usualmente sistemática e intencional que propende por el descubrimiento y desarrollo de las potencialidades del ser humano. La educación forma parte esencial de la historia universal de la cultura y sin ella serían imposibles muchos de los logros que nos definen como especie. Con la educación nos vamos haciendo más humanos los humanos. La esperanza de la educación es humanizar el recipiente de nuestra humanidad.
Y la calidad. Mucho más complejo que las dos anteriores, la palabra calidad tiene infinidad de acepciones, en ocasiones disímiles. ¿Cuándo podríamos predicar de algo que es de calidad? Conviene recordar antes de adentrarnos en la palabra que ese algo se refiere a una cosa y no a una persona, a un alguien. Sin embargo, no necesariamente se excluyen la calidad predicada de un alguien y de un algo. Aunque, como es evidente, no hablamos de lo mismo. Es así como, si decimos de un par de zapatos o de unos anteojos que son de calidad, lo decimos al menos por tres cosas: porque sirven (cumplen su función), porque duran y, en consecuencia, porque me ayudan a vivir mejor. Y si hablamos de la comida, un electrodoméstico o un paraguas, podríamos decir lo mismo.
De todo lo expresado hasta ahora, no podemos colegir que con la educación pasa igual. Sería una comparación impropia. Desnaturalizante. Para empezar, porque la educación no es un acto o hecho, es un devenir, un proceso, y muchos de sus influjos son evocados misteriosamente como un acto más inconsciente que otra cosa. Dicho lo mismo en otras palabras, se tarda años para ver su utilidad o su perdurabilidad y para saber si me ayuda a vivir. Pero, aun así, esos criterios podrían allanar el camino para definir políticas públicas. Pueden ofrecer pistas. Claro, siempre y cuando no nos dejemos encandelillar por las presiones del mercado, las ofertas cortoplacistas o los vasos con agua.