Todas las guerras son santas, os desafío a que encontréis un beligerante que no crea tener el cielo de su parte”.
Jean Anouilh
El atentado sufrido por el senador y precandidato presidencial Miguel Uribe Turbay y, sobre todo, las reacciones y opiniones de muchos al respecto, han puesto en evidencia lo que todo el mundo sabe, aunque no termina de reconocer plenamente, al menos de forma autocrítica: que la sociedad colombiana está polarizada, presa de los extremismos y, sobre todo, inmersa en odios profundos que en un país violento se exacerban con cualquier cosa, llevando a que se cometan actos terribles como el ocurrido el sábado pasado.
Digo esto porque, una vez sucedido el hecho, muchos buscaron inmediatamente culpables, señalaron al Presidente como el instigador de todo y afirmaron tajantemente que retrocedimos 30 años, recordando esos momentos en que, poniendo a los narcos como “chivos expiatorios” (que sí, también fueron parte de esas “vueltas”), sectores ligados a la institucionalidad asesinaron, por medio de sicarios muy jóvenes, a cuatro candidatos presidenciales, entre muchas otras víctimas que todavía se lloran.
Al tiempo, otros dijeron que se trató de un autoatentado o de un hecho perpetrado por alguien de la misma cuerda de Uribe Turbay para desestabilizar al gobierno o, incluso, buscar subir en las encuestas (tremendo, ¿no?). Eso sí, todo esto lo afirmaron, tanto unos como otros, sin más pruebas que su propia percepción sustentada en sus sesgos políticos particulares, porque ahí no hay más sino eso.
Obviamente, esos que señalan a los otros, con sus terribles sesgos, se ven a sí mismos como los “buenos” de la historia, es decir, los que “no polarizan”, los que se aterran con el odio que algunos difunden y los que, sin duda, tienen la razón o, más bien, la VERDAD de su parte, porque los de la otra orilla, los que piensan diferente, los que están por otros lares, son vistos como los “malos”, es decir, los polarizadores, los que infunden odio y los que, indudablemente, están equivocados, ya sea por genuina maldad o, en el mejor de los casos, ignorancia o estupidez. Entonces todo sería una pelea con visos de guerra de los “buenos” contra los “malos”, es decir, de los que están del lado correcto de las cosas —y de la historia— contra los que están en el lugar equivocado y torcido, ese mismo al que hay que combatir como sea y con quien sea hasta llegar a su derrota total (¿y quién no quiere ser “bueno” o, al menos, tener la razón de su parte?). Pero el gran problema es que no se sabe realmente quién es quién, pues todo es según el color del cristal con que se mira (al decir de Willie Colón, otro “malo” que un día, de pronto, se volvió “bueno” o más bien al revés).
Entre todos los señalamientos y, sobre todo, las acusaciones que lanzan unos y otros, inmersos en sus odios, rabias, estigmas, intereses y motivaciones, el atentado al precandidato se convirtió en una excusa —una más, como tantas otras— para atacar, seguir polarizando y dejar en evidencia que las sociedades contemporáneas —no solo la colombiana, pues solo basta ver los ejemplos de Argentina, México, Brasil, Ecuador, Estados Unidos, Francia o Alemania, por mencionar unos pocos— están llegando a instancias irreconciliables que se manifiestan en terribles hechos de violencia.
Mucho de esto es azuzado por unos medios de comunicación, en gran medida, cuestionables que no hacen sino polarizar el ambiente; unos políticos (algunos que, por cierto, fueron antes periodistas) que apuntan a la destrucción por todos los medios —física, moral, sicológica— de sus contrincantes con una mirada y unos intereses de cortísima data (pues solo quieren ganar las elecciones y ejercer el poder sin que importen las decisiones trascendentales para el país), y, por supuesto, una población que desde las redes sociales opina sobre cualquier cosa con violencia, odio y genuino interés de destruir a los demás, incluso por la mínima diferencia que se pueda presentar.
Eso sí, vale recalcarlo, todos se ven a sí mismos como los “buenos” y ven a los otros como los “malos” al punto de llegar, incluso, a deshumanizarlos, con lo cual su propia vida pierde valor y puede ser arrebatada un día por cualquier extremista (o “justiciero”, todo es cuestión de percepciones) que pueda aparecer por ahí, porque, no hay que olvidar, este, como todos nosotros (al menos, en una gran mayoría) se considera de los “buenos”, por lo que cree que todo lo que haga contra los “malos” es justificable.
Antes, hace 30 años o más, había fuerzas agazapadas que atentaron contra numerosos líderes políticos y sociales, como se vio con tantas víctimas en todo el país. En esa sangría cayeron líderes políticos, simpatizantes de diferentes causas, defensores de derechos humanos, docentes de distintas instancias, periodistas críticos, funcionarios públicos, personas alejadas del canon tradicional y, en general, gente que resultaba incómoda para una forma de ver y entender el mundo. Sin embargo, todo eso ocurría sin el concurso de gran parte de la población, pues esta se solidarizaba con las víctimas y, en general, repudiaba a los victimarios. Hoy en día es diferente, pues la sociedad dividida tajantemente ha llegado a aplaudir y justificar diferentes actos violentos (o corruptos y demás), porque en un contexto de intereses encontrados, guerra, enfrentamiento, división y polarización, todo, al parecer, es permitido si sirve para defender un fin particular (el de los “buenos”), así se pase por encima de los demás (sí, de los “malos”), ojalá tajante, definitiva y ejemplarmente.
En esta vía, ante un hecho condenable como el atentado al precandidato en cuestión, cada bando (porque realmente son bandos) ataca al contrario o a lo que considera que este simboliza, y ahí aparecen el Presidente de la República, los políticos de cada facción, los funcionarios públicos, cualquiera en las redes sociales que piense un poquito diferente e incluso —y eso es lo peor de todo- la propia víctima. Y seguro que todas esas instancias, a su vez, tienen que ver con todo lo que ocurre, porque son parte de la misma dinámica, esa que es cada vez más destructiva, pues, a pesar de estar conectados permanentemente, hoy en día es mucho más difícil comunicarnos y, sobre todo, vernos de frente.
A mí no me gustan las ideas de Miguel Uribe Turbay y su forma de hacer política. Es agresivo, sesgado, muy godo y, evidentemente, ha jugado el juego de exacerbar la polarización en este país polarizado. Igualmente —no sobra recordar—, tuvo declaraciones tremendamente infortunadas frente a algunas víctimas de la violencia en Colombia, a pesar de ser él mismo una víctima. Sin embargo, nada justifica lo que le ocurrió, como, al parecer, algunos están haciendo al afirmar también que su abuelo Julio César Turbay, cuando fue presidente, violó los derechos humanos con el recordado “estatuto de seguridad”, o que era un corrupto, o que nombró a Uribe Vélez en Aerocivil o que era un representante conspicuo del clientelismo político, entre otras cosas. Tampoco hay justificación para que Diana Turbay, hija del expresidente y madre del precandidato, fuera secuestrada y posteriormente asesinada, aunque algunos intentaran hace poco tiempo decir que su muerte se había dado por los supuestos vínculos de Turbay con la mafia, con lo cual, de manera terrible, revictimizaban a una víctima de la violencia en el país. Mejor dicho, nada justifica atentar contra la vida de alguien, así ese no les guste a varios, tenga los antecedentes familiares que tenga, exprese un discurso específico o sea integrante de una familia poderosa en Colombia (y lo digo porque por ahí leí a uno de esos “buenos” justificando el atentado esgrimiendo varias de esas razones).
Eso sí, espero que los autores intelectuales de este atentado se conozcan pronto, pues, a diferencia de lo que pasaba antes, este fue burdamente cometido por un adolescente (que recordó los aciagos tiempos del narcoterrorismo) que obviamente era un novato en estas lides y posiblemente dirá muchas cosas al respecto. Ojalá que sí.
Al margen, este hecho sorprende en términos reales, pues el precandidato, a pesar de la alta inyección de capitales que ha tenido su campaña (o precampaña), contratando, incluso, al asesor estrella de Bukele, no marcaba significativamente en las encuestas, por lo que no era un “peligro” para nadie (así su inicio temprano de actividades molestara a sus compañeros del Centro Democrático). Tampoco se trataba precisamente de una voz muy escuchada, salvo en esos virulentos —verbalmente, aclaro— enfrentamientos que solía tener en el Congreso de la República, por lo que posiblemente, a pesar de sus pretensiones, no iba a ser el candidato de la derecha dura para las elecciones presidenciales del próximo año, o eso creía yo. No obstante, alguien, por motivos que aún no se conocen, intentó matarlo, mientras muchos sacaron conclusiones —y culpables— inmediata e irresponsablemente.
Entre todo, parece que muchos no saben, o se les olvidó, que en un sistema democrático al que no piensa como uno se le puede confrontar con ideas y argumentos, pero no con acciones violentas (sí, no se me olvida que estamos en Colombia), porque nada justifica asesinar a otro ser humano (así por estos lares también pidan tajantemente a “un Bukele”), lo cual tristemente en un país como Colombia, que ve que casi todos los días se asesina a un líder social, no se ha terminado de comprender. Y esto debería ser puesto en práctica por todo el mundo, desde el presidente de la República hasta los candidatos presidenciales, pasando por políticos en distintas instancias, opinadores públicos, funcionarios, periodistas, los denominados “influencers” y, sobre todo, la gente que da constantemente su punto de vista en todas partes, así no tenga idea de lo que está hablando.
Pero, sobre todo, es necesario que tantos “buenos” que andan por estos lares opinando de lo divino y lo humano, y que quieren la verdad, pero solamente las de los otros (los “malos”) y no la propia, comprendan que la violencia contra el que no es como uno es un boomerang que tarde o temprano regresará con fuerza, muchas veces de forma sorpresiva. Y es que así ha pasado muchas veces cuando en nombre de Dios, la patria, el “bien” o la causa más “noble y justa” se han cometido los peores crímenes en la historia de la humanidad (¿y qué mejor ejemplo hoy que el genocidio en Gaza?). Por eso, que ojalá aún hoy se pueda rechazar la actitud de ese montón de “buenos” que señala a tantos “malos” mientras continúa justificando —o quitándole trascendencia a— lo injustificable...
* Petrit Baquero (@petritbaquero) es historiador y politólogo. Es autor de los libros El ABC de la Mafia. Radiografía del Cartel de Medellín (Planeta, 2012) y La Nueva Guerra Verde (Planeta, 2017).