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El desarrollo local es un proceso con identidad en las políticas y las finanzas públicas colombianas desde la segunda parte de los años ochenta, con todas las historias del situado fiscal, Antioquia Federal o Valle Independiente, la organización departamental centralizada, los estados federales del siglo XIX, y otros hitos. La descentralización adquiere rango constitucional, y los años noventa fueron de acomodo fiscal e institucional, con ajustes a lo largo del presente siglo. La agenda de la descentralización es nacional, estará siempre inconclusa, en desarrollo; su debate es natural y deseable. En la descentralización y la vida regional, se expresan las identidades locales y la integración como nación.
En materia de finanzas públicas, la propuesta llega en momentos de restricción fiscal, y con un perfil abiertamente de gasto, porque formula metas de transferencias de recursos sin metas institucionales. Pasar de transferir 24 a 39,5 % de los ingresos corrientes de la nación significa un aumento real de un 65 % en doce años. Esta velocidad de acomodo institucional resulta vertiginosa y mucho terminará desperdiciado.
Ahora se debe abordar el sistema de nuevas competencias. Además de las mejoras deseables en los espacios públicos donde ya se ha establecido la descentralización (educación -incluyendo nivel profesional, salud, agua y saneamiento), se pueden descentralizar recursos y gestión en aspiraciones e institucionalidades nacionales y regionales meritorias, como lo ambiental -CAR incluidas, infraestructura y vivienda, desarrollo productivo, seguridad y cárceles, gestión de desastres y algunos otros; incluyendo escalas y diferencias estructurales municipales y provinciales, y mayores espacios de autonomía (libre destinación)-. En este proceso, seguramente será evidente que los recursos a transferir cubren de sobra los actuales niveles de gasto nacional transferibles en estos sectores y actividades, y sobrevendrá un ajuste al monto.
A poco andar, será evidente que la fórmula de asignación es indeseable para la estructura fiscal nacional, por la atadura a los ingresos corrientes de la nación, y después de los aprendizajes con la fórmula constitucional de 1991, la crisis económica de finales de los noventa y la reforma de 2001. La aspiración regional es legítima y conducente, pero no así la base de asignación de recursos, que lleva a un debilitamiento estructural de la situación fiscal nacional, y por lo tanto inconveniente para todos. La presión fiscal se elevaría unos 3 puntos del PIB; y en forma consecuente el endeudamiento. Compensar por este ingreso para la nación requeriría reformas para obtener ingresos de 5 puntos del PIB, porque la nación renuncia al 39,5% de los nuevos ingresos.
Esta situación exige más pronto que tarde una revisión, que incluya tanto la base de asignación como el monto último, y la institucionalidad correspondiente. A esta discusión debe sumarse una reformulación de la distribución, los usos y la institucionalidad de los recursos de las regalías, hoy equivalentes a una tercera parte del incremento total de las nuevas transferencias propuestas (proporción significativamente mayor en la transición). Igualmente, se debe considerar incentivos y reconocimientos al esfuerzo y a la contribución fiscales locales y regionales, como la modernización del impuesto predial.
En esta reflexión recordé a Gabriel Aghón, bogotano, sanandresano, santiaguino, que se fue con el siglo.