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El Informe Final, los colegios y la vida moral

Columnista invitado EE: Simón Ganitsky
08 de septiembre de 2022 - 06:45 p. m.

Cualquier persona que se ocupe de estudiar la historia de la educación en Occidente verá pronto dos hechos que determinan la relación entre la educación y la política: primero, toda educación es política en la medida en que toca el alma de los individuos que conforman la sociedad y el Estado; segundo, la educación política y civil siempre ha hecho parte de la educación formal que se cultiva en las instituciones educativas externas a la familia.

Por eso se equivocó la senadora Paloma Valencia cuando trinó, hace más de un mes, que “La educación política de los niños no le (sic) corresponde al gobierno ni a los colegios, [...] son(sic) asuntos exclusivos de los padres”. En la actualidad, dependemos de lo que ocurra en los colegios para que haya ciudadanos capaces de cumplir con los deberes y de ejercer los derechos que exige y garantiza la vida democrática, a la vez que, incluso si no es tal la intención, casi todo lo que se enseña y se hace en un colegio influye en la manera como los ciudadanos votan, deliberan, discuten y actúan en la vida pública, después.

El trino de Valencia fue una respuesta al anuncio del entonces designado ministro de Educación, Alejandro Gaviria, de que el Informe Final de la Comisión de la Verdad sería llevado a los colegios del país. En ningún momento dijo Gaviria que el Informe fuera a enseñarse en los colegios como parte del currículo, ni que fuera obligatorio hablar con los estudiantes acerca de él. El anuncio del ministro corresponde a una iniciativa del Programa Nacional de Educación para la Paz (Educapaz), llamada “La escuela abraza la verdad” —a lo mejor querían decir “acoge” o “recibe”, pero este anglicismo que se origina en una mala traducción de embrace es cada vez más extendido—, que consistía en organizar un día de actividades en los colegios alrededor del Informe. Se propusieron talleres y actos que convocaban a la comunidad entera de cada colegio, al estilo de las izadas de bandera, junto a una serie de conversaciones dirigidas en cada grado sobre temas relacionados, a juicio de quienes diseñaron el cronograma, con el Informe: la verdad, los cuerpos, la violencia, el diálogo, la paz, etc. En los colegios cuya directiva optó voluntariamente por acogerlo, este día de actividades fue el pasado 12 de agosto.

La respuesta del uribismo está representada en el trino que cité: denunciaron el anuncio del ministro y la propuesta de Educapaz como la instauración del adoctrinamiento político por parte de la izquierda en la educación colombiana. Se quejaron de que la visión del Informe es sesgada, pues no recoge, según ellos, las voces de las víctimas de la guerrilla, y adujeron por tanto que enseñarlo en los colegios equivalía a presentarles a los estudiantes una visión incompleta e ideológica del conflicto armado como “la verdad”.

Como se sigue de lo anterior, creo que Valencia y el uribismo están equivocados. No hay adoctrinamiento en el acto de presentarles a los estudiantes el Informe, cuyo valor para la salud de la democracia colombiana es incalculable. No hay adoctrinamiento en exponer a los estudiantes a los testimonios de las víctimas y a los relatos verídicos de la realidad cruda del conflicto.

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Pero en el espíritu que anima el anuncio del ministro y la iniciativa de Educapaz, en el apoyo que estos han recibido en las redes sociales y en el celo con el que se ha defendido la presentación del Informe Final en los colegios hay dos confusiones fundamentales sobre la naturaleza y los propósitos de la educación.

Vemos la primera si consideramos que hoy se cree que la educación política consiste en impartir una serie de lecciones morales a los estudiantes, por lo general en las clases de Sociales. En este caso, por ejemplo, se pretende enseñar que el Estado fue responsable de la violencia del conflicto, que las Fuerzas Armadas son reprensibles en términos morales, que todos los colombianos tenemos culpa en lo que ocurrió, aunque no hayamos intervenido directamente. No quiero poner en duda el valor de verdad de estas afirmaciones. Lo que me parece equivocado es la creencia de que la educación política, civil y moral que ocurre en las clases de Sociales consiste en convencer a los estudiantes de que el mundo político que habitan se explica a partir de una serie de juicios morales sobre el pasado y sobre los actores sociales y políticos. Me parece equivocado creer que los educadores han hecho su tarea si consiguen que los estudiantes “abran los ojos” y, al ver la verdadera naturaleza moral de las instituciones políticas y de los agentes de la legalidad, acepten como ciertas unas afirmaciones determinadas.

Esta es una confusión porque asume que los estudiantes se habrán formado adecuadamente en términos morales y políticos, no si tienen las capacidades que les permitan ser autónomos ante el poder, cumplir con el deber y gozar de sus derechos, sino si suscriben una serie de dictámenes sobre la historia y sobre el presente social y político. Aunque lo que se enseñe sea verídico, en el momento en el que concebimos a los estudiantes críticos y maduros como los que están de acuerdo con una lista de creencias, inmediatamente minamos la posibilidad de que formen su propia visión del mundo en el diálogo abierto y crítico. Esto no quiere decir que los colegios deban abstenerse de presentar como verdaderos los juicios que sabemos que lo son. Las habilidades del pensamiento no se pueden desarrollar en el vacío, sin contenido alguno. Pero la idea de que un estudiante crítico es aquel que comulga con una serie de juicios morales y políticos es, por decir lo menos, una distorsión que les cierra la puerta al diálogo, al debate y a la libertad de expresión. Una estudiante crítica y libre no es la que “abraza la verdad”; es la que la busca.

Al concebir el pensamiento crítico como la aceptación de una lista de creencias, también se distorsiona y se desdibuja la complejidad de nuestra vida moral y política. En otros trinos más o menos recientes, Paloma Valencia dijo que, aunque tenga responsabilidad en la comisión de crímenes de lesa humanidad, el Estado tiene una legitimidad que los grupos armados ilegales no. Aunque demasiado cercanos a una apología de la violación de los derechos humanos, los trinos de Valencia constatan un hecho obvio que podría influir en la forma como entendemos las acciones del Estado en nuestra historia reciente: puede llevarnos a condenar con más severidad algunas acciones cuando el responsable es el Estado que cuando es un grupo guerrillero. Pero también puede llevarnos a ver que los actos normales de guerra del Estado tienen un grado de legitimidad que no tienen los de otros actores. Esta complejidad y estos hechos sobre la guerra y la legalidad se pierden de vista si todo lo que hay que aprender es que el Estado y sus Fuerzas Armadas no son tan buenos como creíamos, es decir, si esa es la verdad que hay que recibir o “abrazar”. Una postura crítica ante la historia y el presente puede fácilmente convertirse en dogma.

La segunda confusión consiste en creer que, para ser relevante, la educación formal tiene que versar sobre los problemas del presente. Así, se cree que, al llevar el Informe a los colegios, se pone en el centro el presente de la experiencia de los estudiantes, lo que hace que su educación les sea valiosa. Según esta forma de ver la educación, si no llevamos el Informe a los colegios, estamos dándoles una educación obsoleta a los estudiantes, que no los concierne en lo que les importa ni los prepara para entender la realidad en la que están inmersos.

Con esta confusión aparece la idea de que, aunque nada en relación con el Informe ha sido impuesto a los colegios, es un imperativo de los educadores el presentárselo a los estudiantes. Se pregunta que dónde, si no en los colegios, ha de “socializarse” el Informe de la Comisión. Parece que se cree que un colegio en el que no se hable sobre el Informe con los estudiantes estaría cometiendo una falta moral contra ellos, al privarlos del acceso a la realidad de la historia reciente del país, a las historias de las víctimas, a la conciencia sobre la responsabilidad del Estado.

Este error es fácil de eliminar: el Informe está publicado y lo pueden consultar todos los habitantes del mundo con acceso a Internet. A lo mejor, más haría por la conciencia histórica de los estudiantes un grupo de profesores que los preparara para entender los contenidos del Informe cuando los estudiantes tuvieran a bien leerlo. Además, los contenidos del informe han aparecido en los medios. No es cierto, entonces, que sea la responsabilidad de los colegios publicitar y presentar el informe ante la sociedad. Hay otras instituciones mejor capacitadas para hacerlo. Los colegios no son centros de divulgación.

Pero la dimensión más profunda y general de esta confusión sobre la relación entre la educación y el presente está en que se ignora el hecho de que la relevancia y la actualidad de la educación no residen necesariamente en los contenidos que se enseñan, sino en la forma en la que se enseñan. También, en la emoción y en el espíritu con los que se enseñan. Un profesor puede enseñar la Ilíada y decirles a los estudiantes que tienen que leerla porque es un poema muy antiguo y muy importante, y hacerlos repetir, en una comprobación de lectura, la revista de las tropas que hace Agamenón, y recitarles en clase datos sobre la transformación de la estrategia militar en Grecia entre las épocas micénica y homérica, y encargarse de estas y otras formas de que la Ilíada permanezca externa y lejana a la vida de los estudiantes de colegio. Pero una profesora también puede mostrarles a los estudiantes el significado y el misterio que residen en el hecho de que toda Grecia haya ido a la guerra porque una mujer abandonó a un hombre para irse con otro, o hacerles ver el dolor y la ternura de Andrómaca, que le suplica a Héctor, su marido, que deje la guerra para que ella no quede sola en el mundo, a la vez que Astianacte, su hijo, se asusta con la apariencia del casco de Héctor, que se lo quita para que al niño le pase el temor, mientras la madre sonríe detrás de las lágrimas para consolarlo; o puede hacer que piensen en cómo el militarismo de nuestra sociedad se acerca y aleja de la excelencia guerrera de griegos y troyanos. Cualquier profesor podría hacer que los estudiantes leyeran la Ilíada como un relato que habla del mundo griego del siglo VIII a.C. y, al mismo tiempo, sobre la vida de los estudiantes colombianos de nuestro siglo XXI.

Pretender que, para que entiendan el mundo en el que viven, los estudiantes tienen que recibir lecciones de actualidad suele suponer que el pasado y la tradición poco o nada tienen que decir sobre el presente. Es una confusión que lleva a enajenar a los estudiantes de la larga conversación y del trasegar de la cultura humana de los que, querámoslo o no, son producto, y de los que, si su educación lo permite, se convertirán en partícipes y autores. Es una confusión que, por tanto, los separa de sí mismos, los divide y los empobrece. Es también un prejuicio: el de que entendemos mejor el mundo que los seres humanos del pasado y el de que estamos exentos de sus fallas y de sus cegueras morales. De este prejuicio se sigue que, al estudiar cómo pensaban y sentían esos seres humanos, es poco lo que aprendemos sobre nosotros mismos. Es una confusión, en últimas, que implica ignorar el hecho evidente de que hay mucho en lo que ocurre hoy que no es nuevo, y que está determinado por fuerzas que solo podemos entender si volteamos a mirar hacia atrás. Estas confusiones y estos prejuicios sí son una forma de adoctrinamiento contra la que debemos estar en guardia.

Por Simón Ganitsky

 

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