A propósito de la reaparición de Alberto Santofimio en la escena política.
Se dice que un pueblo que no conoce su historia, o que la olvida, está condenado a repetirla. Nada más cierto. Han pasado muchos años, casi cuarenta, y existe una generación que no conoce las sombrías andanzas delictivas de quien fungiera como jefe liberal y llegara a ministro de Justicia en el gobierno de López Michelsen (1974-78), presidiera la Cámara de Representantes durante tres períodos, y fuera senador de la República y precandidato presidencial. Me refiero a Alberto Santofimio Botero, quien reapareció en la escena política, dando apoyo a Adriana Magali Matiz, candidata a la Gobernación del Tolima por el sector conservador del senador Óscar Barreto, dueño y señor de ese departamento.
Santofimio podría ser un caso de estudio. En los años 70 era la carta de la renovación liberal, por su carisma, juventud y facilidad de palabra. Parecía predestinado a presidente de la República, pero su avaricia y lujuria políticas revelaron su verdadera personalidad. Como presidente de la Cámara de Representantes terminó firmando contratos con muertos y menores de edad, y eso lo puso tras las rejas, lo que no fue obstáculo para obtener la más alta votación para el Senado en el Tolima. Su paso por la presidencia de la Cámara estuvo lleno de sombras, entre ellas la aparición de la famosa resolución 398 de la Mesa Directiva, con la que supuestamente delegaba en el jefe de personal la facultad de contratación, para eludir así a la justicia. Las luces, en cambio, fueron muy pocas, las únicas quizá, las del resplandor del incendio de los archivos de la Cámara. Estos y otros actos llevaron al también senador liberal Rafael Caicedo Espinosa a afirmar que Santofimio era “un bandido, un pícaro y un deshonesto”, por lo cual éste lo denunció por los delitos de injuria y calumnia.
La nefasta influencia de este personaje en el poder judicial de Ibagué era tal, que la defensa de Caicedo, a la sazón el joven y ya brillante jurista Alfonso Gómez Méndez, se vio obligado a pedir el cambio de radicación del proceso, el cual siguió en el 1º Penal del Circuito de Bogotá. El vocero de Caicedo, Felipe Salazar Santos, en célebre audiencia judicial, repitió en su propia voz que Santofimio era “un bandido, un pícaro y un deshonesto”, y afirmó, tajantemente, que calumniar a ese sujeto era un delito imposible, porque, así como no se podía matar a un muerto, no se podía calumniar ni deshonrar a quien no tenía honra. Su intervención fue publicada por El Espectador en una edición dominical, con el título de “Biografía de un político deshonesto”. Ignoro si esos archivos desaparecieron tras los atentados narcoterroristas de Pablo Escobar y el cartel de Medellín contra este diario. Lo que sí sé es que Rafael Caicedo Espinosa fue absuelto por el Tribunal Superior de Bogotá, el 22 de julio de 1980, y que Santofimio tuvo que aceptar que era lo que de él se afirmaba.
Estos episodios fueron solo el comienzo. Lo que vino luego fue peor. Mostró la verdadera catadura moral de este megalómano. En 1982, Santofimio consolidó su alianza con el Cartel de Medellín, incluyó en la lista a la Cámara, por su movimiento ‘Alternativa Popular’, a Jairo Ortega y Pablo Escobar, quienes no habían sido recibidos en el Nuevo Liberalismo por decisión de Luis Carlos Galán. Ortega y otro parlamentario santofimista, Ernesto Lucena Quevedo, fueron quienes en 1983 citaron al ministro de Justicia, Rodrigo Lara Bonilla, a la Cámara para un debate por una supuesta contribución de un millón de pesos del narcotraficante Evaristo Porras a su campaña. Detrás de todo ese oscuro y sórdido episodio estuvo la mano de Santofimio dirigiendo el concierto. A partir de ese momento, Lara comenzó una persecución frontal contra el narcotráfico, y Pablo Escobar lo condenó a muerte. Dos sicarios en motocicleta lo ultimaron el 30 de abril de 1984 en Bogotá. Así empezó una tragedia nacional que duró casi una década, hasta el 2 de diciembre de 1993, cuando Pablo Escobar, tratando de escapar, cayó muerto en el tejado de la casa en donde se ocultaba.
El resto de la historia es más conocida. Durante esa década de horror, Escobar en su delirio criminal jugó a ser dios, decidiendo quién debería vivir y quién no. Para combatir la extradición a Estados Unidos, a la cual también se oponía Santofimio, ordenó cientos de asesinatos de jueces, periodistas, líderes políticos y policías, entre ellos los de Guillermo Cano (17 de diciembre de 1986), el del procurador general de la Nación Carlos Mauro Hoyos (25 de enero de 1988) y el de Luis Carlos Galán Sarmiento (18 de agosto de 1989). Frente a estos luctuosos hechos, nunca hubo un pronunciamiento condenándolos de Santofimio, quien, por el contrario, mantuvo sus vínculos no sólo con el Cartel de Medellín sino con el de Cali, como quedó probado en el proceso penal que se le abrió por recibirles dinero, en el cual se acogió a sentencia anticipada. Posteriormente, Santofimio fue sentenciado a 24 años de cárcel, como coautor de un concurso de tres conductas punibles de homicidio con fines terroristas, cometidas en las personas de Luis Carlos Galán, Julio César Peñalosa y Santiago Cuervo, en un proceso que terminó en la sala de Casación Penal de la Corte Suprema de Justicia, el 31 de agosto de 2011.
La sociedad política de Santofimio con el senador Óscar Barreto se gestó el año pasado, durante una reunión en Ibagué, de la cual existen pruebas fotográficas. Falta a la verdad la señora Matiz, cuando afirma que la puesta en escena en la que Santofimio le dio su apoyo no fue pactada, sino que ella simplemente pasaba por ahí, y que su encuentro en el café fue casual. No señora. ¡Falso! Detrás de esto ha habido un libreto finamente elaborado, que incluye la figuración de Santofimio en actos públicos y privado, ante la mirada complaciente de un círculo social que nos quiere hacer creer que él ya ha pagado por sus delitos y que debemos olvidar. No es así. Él aún no ha dicho toda la verdad. No ha confesado la profundidad de sus alianzas con el narcotráfico. De hecho, las sigue negando. No ha reparado a la sociedad tolimense, no ha pedido perdón, ni ha dado garantías de no repetición. Por el contrario, su comportamiento es desafiante, estimulado por un sector político arrogante, convencido de que, en el Tolima, tierra de gente verdaderamente grande como Darío Echandía, Alfonso Reyes o Palacio Rudas, entre otros muchos, se puede perpetuar una escuela politiquera basada en el gamonalismo, la egolatría y en la utilización abusiva de los bienes públicos para ganar elecciones y mantenerse en el poder.
Guardar silencio ante esta infamia política sería no solo un acto de cobardía y acomodamiento político, sino una traición a los valores éticos y morales que nos legaron nuestros padres. En el Tolima se impone un proceso de regeneración democrática, que restaure la escala de valores perdida, y le devuelva el futuro que le ha sido negado. No es como lo creen algunos precandidatos a la Alcaldía de Ibagué, que corren a reunirse y hacerse fotografías con él. Algunas personas no hemos olvidado, y no estamos dispuestas a olvidar.
* Abogado y periodista. Miembro de la Academia Colombiana de Juristas y de la Academia de Historia del Tolima. Excandidato al Senado por el Nuevo Liberalismo.