Al parecer, consultamos el reloj decenas de veces cada día y es porque carecemos de tiempo. Nuestras imágenes sobre el tiempo suelen estar mercantilizadas: el tiempo se compra, se vende, se pierde, se acumula. ¿En manos de quiénes quedan esos tiempos? ¿Qué hacen ellos con ese valioso recurso? Hablamos de insolvencia de tiempo y los expertos nos dejan claro que la pobreza de tiempo es un problema estructural y serio que afecta ámbitos muy diversos de nuestras vidas individuales y sociales. La perspectiva económica que concibe el tiempo como mercancía suele coincidir con su manifestación individualista. Según esta perspectiva, el tiempo es un asunto personal y su escasez a menudo es tratada como un problema de cada uno.
Pero el enfoque individualista es limitado si se trata de pensar en mejores sociedades. Las soluciones individuales a los problemas estructurales de cronopobreza raramente son efectivas. Ello es así porque las políticas del tiempo -deliberadas o no- dependen de órdenes económicos, sociales, políticos, culturales, de género. Poco dependen de individuos aislados.
Este año 2025, Bogotá es la Capital Mundial de las Políticas del Tiempo, de acuerdo con el reconocimiento recibido desde la Red Mundial de Gobiernos Locales y Regionales por las Políticas del Tiempo. Una de las actividades centrales programadas para celebrarlo fue el Foro Internacional “El Tiempo de las Mujeres: Género y Construcción de Ciudad,” que se llevó a cabo del 23 al 25 de septiembre. La Time Use Iniciative impulsa algunas de estas actividades y sabe que la coordinación y distribución del tiempo es un problema político crucial.
En mi más reciente libro, Derecho y Tiempo: sobre cronojusticia y derecho al tiempo, propongo tres ideas en directa sintonía con esta importante temática: debemos hablar de sociedades cronojustas y cronoinjustas (el tiempo se distribuye de manera desigual según géneros, capacidad económica, localización geográfica, generaciones); debemos revalorizar el tiempo como un bien público (como el agua, el aire, el espacio público, el conocimiento, etc.) es decir, la sumatoria global de tiempos individuales y su destinación según criterios empresariales y estatales; y debemos reconocer el derecho al tiempo de manera más amplia (al respecto hay avances como la ley “dejen de fregar”, la ley de desconexión laboral, las leyes sobre la economía del cuidado, pero también la compensación de tiempo por destinar tiempo a votaciones electorales).
Entendido el tiempo como un bien público, tenemos permitido cuestionarnos acerca de la destinación global de ese tiempo. Pongamos como ejemplo el tiempo laboral: millones de horas que las personas venden en relaciones de trabajo y que son utilizadas diariamente por instituciones estatales o por empresas privadas. Quienes venden esos tiempos individuales no controlan su destinación colectiva. ¿Qué hacen el Estado y las empresas con ese bien público? ¿Su destinación hace mejores nuestras sociedades?
Mi propuesta afirma que el tiempo como bien público debería ser usado para lograr cosas socialmente valiosas. Aunque la discusión sobre lo que es valioso está lejos de tenerse por resuelta, creo que lo valioso bien puede encontrarse en los más altos propósitos constitucionales o en los llamados objetivos de desarrollo sostenible.
Si el tiempo como bien público es un recurso que puede construir mejores o peores sociedades, creo que el paso a seguir es el de pensar que en nuestras sociedades se debe rendir cuentas del uso de ese bien público: la sociedad debe saber a qué finalidades se orientan esos millones de tiempos, debemos tener instituciones públicas y privadas que lo monitoreen. No se trata del uso eficientista del tiempo personal. Se trata de la orientación global de nuestros tiempos sumados. ¿Favorecemos con nuestros tiempos prácticas y situaciones deleznables? Considero que debemos empezar a hablar del derecho al tiempo en un sentido público, colectivo y social. Creo que el derecho al tiempo como un bien público con propósitos valiosos debe contribuir a evaluar de manera crítica los destinos que le dan el Estado y las empresas, al tomar en cuenta que la propiedad pública y privada y sus bienes asociados tienen una función social.
Sobre ello podemos exigir cuentas, como lo hacemos con los recursos naturales, el dinero, etc. Para ello, debemos crear modelos de rendición de cuentas respecto del uso de ese bien público. Actualmente, en la Universidad Eafit estamos trabajando en ello. Las veedurías ciudadanas, los organismos de control, el Ministerio del Trabajo, las oficinas de control interno, la responsabilidad social empresarial, deben ser redirigidas también a monitorear los resultados del uso del tiempo social.
En lugar de una cultura que privatiza el tiempo social, necesitamos construir el tiempo público, el de la fraternidad, un tiempo solidario que nos conecta, cercano al de los llamados bancos de tiempo. Mario Benedetti pide que le regalemos el tiempo que nos sobra -¿el del Tik Tok?-, ese tiempo convertido en aturdimiento consumista, el tiempo zombi que nos consume y nos hace perder la relevancia del tiempo social. Ya no se trata del tiempo de la autoayuda (cómo me salvo yo) sino del tiempo de la heteroayuda, esto es, se trata de hacer preguntas vinculares, ¿qué es lo que hacen con mi tiempo y con el tiempo de los demás? Creo que este es el sentido más profundo que debe inspirar el derecho al tiempo.
* Profesor investigador de la Universidad Eafit. Doctor en Derecho Público.
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