De vez en cuando hay alguna decisión judicial que marca la agenda pública por unos días o semanas. Usualmente se trata de sentencias que afectan asuntos de interés público o involucran a personas con visibilidad pública. Cuando eso ocurre, la ciudadanía suele dividirse entre quienes respaldan la decisión y quienes la rechazan, ya sea por su contenido o por las razones que la sustentan. No es raro, sin embargo, que estos últimos sean acusados de pretender socavar la institucionalidad democrática o de faltar al respeto a la justicia. Sin embargo, creo que criticar una decisión judicial, lejos de debilitar la democracia, puede contribuir a fortalecerla.
En una democracia liberal, a diferencia del Ejecutivo o del Legislativo, la autoridad de los jueces no proviene del voto popular, sino de algo distinto, más abstracto e indirecto. Su autoridad se funda en principios constitucionales, como el imperio de la ley. Los jueces, por tanto, están blindados frente al vaivén electoral. Y ese blindaje es una condición para que puedan cumplir su función: decidir imparcialmente y ajustándose a la ley.
Ahora bien, el blindaje judicial trae un costo: aleja a los jueces de la ciudadanía. Pareciera que sus decisiones son intocables porque se asume que someterlas a la crítica erosiona la legitimidad misma que sostiene su autoridad. Pero esa postura parte de una suposición equivocada: que juzgar es un acto mecánico que conlleva a una única respuesta correcta.
En realidad, juzgar es interpretar, justificar, construir una decisión razonada entre normas y hechos. Es buscar la mejor respuesta posible dentro del derecho vigente. Precisamente por eso, las decisiones judiciales no solo admiten la crítica, sino que la necesitan.
De hecho, la crítica a las decisiones judiciales puede ser la única expresión democrática disponible frente a un poder que no se elige. Y lo es por al menos dos razones. En primer lugar, porque permite concebir el derecho como una conversación entre iguales. Como sugiere Roberto Gargarella, una justicia verdaderamente democrática no se construye desde el monólogo de los jueces, sino desde el diálogo entre ciudadanos e instituciones acerca de las reglas que los rigen. Criticar una sentencia, en ese sentido, es una forma de apropiarse del derecho, disputar sus significados y participar en su interpretación.
En segundo lugar, porque someter a discusión pública los razonamientos judiciales obliga al poder judicial a rendir cuentas no solo ante la ley, sino también ante una ciudadanía que exige razones claras y suficientes. La crítica, por tanto, lejos de debilitar la autoridad judicial, la somete a un estándar más alto: el de una legitimidad construida en la deliberación.
Pretender deslegitimar toda forma de crítica a las decisiones judiciales alimenta la percepción de que los jueces no rinden cuentas, que deciden en un vacío, sin responder a nadie y que son incontrolables. En últimas, aísla a la justicia. Y cuando ese aislamiento se traduce en sensación de distancia e infalibilidad, crece el riesgo de dejarse tentar por respuestas fáciles y peligrosas.
El caso de México es un buen ejemplo. Ante el malestar de una ciudadanía y de un gobierno que veía a la justicia como un poder cerrado y autorreferencial, lejos de toda crítica posible, se impulsó una solución equivocada: someter la elección de jueces al voto popular. En lugar de acercar la justicia a la gente, esa medida puso en jaque su independencia y credibilidad.
Para evitar ese tipo de respuesta hace falta abrir otros canales. Y uno de ellos es la crítica. Someter los fallos judiciales a una discusión pública y plural permite ventilar tensiones, reclamar razones y disputar sentidos jurídicos. Es una manera de conectar a la justicia con la ciudadanía sin sacrificar su autonomía.
Por eso, criticar una decisión judicial no es una amenaza para la democracia. Al revés: es una forma de cuidado institucional. Una democracia madura necesita razones, explicaciones y espacio para el disenso respecto a toda autoridad pública. Esos elementos, quizás, puedan ayudar a fortalecer la democracia frente a su copia barata: la demagogia.
*Kevin Hartmann Cortés es abogado e investigador postdoctoral de la Universidad de Lovaina.