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Dialogar

Columnista invitado EE: Diana Acosta Navas* y Nicolás Parra Herrera**
14 de julio de 2021 - 10:43 p. m.

En vista de las crecientes tensiones sociales que han surgido en los últimos años, se han multiplicado las llamadas desde todas las orillas políticas al diálogo como el antídoto ideal para desescalar la violencia y encontrar maneras de mantenernos a flote como sociedad. Los mandatos abundan en las crisis: debemos escuchar al otro, debemos administrar la rabia, y debemos dialogar. Pero ¿qué quiere decir exactamente “dialogar”? Y aunque todos creemos que la barca del diálogo está bien construida, al mirar mejor vemos que está agujereada. A pesar de que todos creemos saber qué es el diálogo, nos pasa como San Agustín le preguntaban sobre el tiempo: “sabemos qué es, hasta que nos lo preguntan”.

Cuando parece haber pasado uno de los puntos más álgidos de la crisis, quizás vale la pena repensar la fórmula, esforzándonos por entender un llamado de la sociedad civil que parece unívoco, pero aún no es claro. Un ejercicio reflexivo, preparándonos para lo que viene y que nos permite seguir enfrentando las raíces de la crisis, que aún no desaparecen. Una razón es el llamado de las universidades y, en especial, el mensaje de Alejandro Gaviria, rector de la Universidad de los Andes, de que estamos en un momento de diálogo sincero y transformador.

Para empezar: dialogar no es persuadir ni negociar. En la persuasión queremos que el otro modifique una creencia o conducta sin conceder nada a cambio. En la negociación, en cambio, queremos satisfacer nuestros intereses, y sabemos que, para hacerlo, debemos colaborar con otros. Cedemos algo que es importante para nosotros para obtener algo a cambio. El diálogo es un paso previo: nos permite diagnosticar el problema e identificar nuestros puntos ciegos, comprendiendo mejor a los otros y a nosotros mismos. El diálogo es un mecanismo enfocado en la percepción del otro, la comprensión de la diferencia, el reconocimiento de los límites propios, y el mutuo respeto. En el diálogo llegamos a percibir mejor la distancia entre dos puntos, sus coordenadas, los obstáculos entre ellos, y el hecho de que los dos hacen parte del mismo mapa.

Ahora bien, es muy fácil hablar del diálogo, pero es más difícil practicarlo. Hemos oído a muchas personas que, en un respiro, exaltan las virtudes del diálogo y, en el siguiente, condenan perentoriamente a quien defiende valores con los que no comulgan. Alguien dice que los policías también importan y segundos después se oye una indignada respuesta que enfatiza la asimetría de poderes y responsabilidades. A lo que se responde con la misma indignación, repitiendo la fórmula inicial. Y así continúa.

Y es que es difícil dialogar. El diálogo requiere de la capacidad de mirar y mirarnos. Exige disciplinas que no nos son familiares: la autocrítica, la interrupción y el despojo de la soberbia. La autocrítica habita en un mundo veleidoso en el que vivimos sabiendo que no vemos lo suficiente. La interrupción que ello genera es la de un instante de duda, que nos obliga a detenernos. Y el despojo de la soberbia parece entonces inevitable, puesto que ya no sabemos qué hacer. Es entonces el momento idóneo para dialogar.

Para dialogar es esencial reconocer que el otro puede tener una parte de razón. Hay que contemplar esa posibilidad y aferrarnos a ella, a pesar de nosotros mismos. Es difícil, porque creemos que el otro no ve lo que vemos, no entiende lo que entendemos, no siente la rabia que tenemos porque no la ha vivido. He aquí otra posibilidad: si el otro ve las cosas de una forma que no entendemos puede, quizás, tener buenas razones –o por lo menos razones tan inconclusas y falibles como las nuestras. Puede que su posición esté informada por algo más que la ignorancia, la maldad o el interés propio. Y puede ser, aunque nos cueste pensarlo, que nuestras razones no sean tan buenas como creemos. A veces es más difícil convivir con esa posibilidad que mantener la convicción de que el otro vive en la ceguera. Ahí está la primera dificultad.

Aclaramos que este no es solamente un llamado a la escucha. Si no nos inspira duda genuina, el acto de escucha puede ser solo una fachada para la imposición por la fuerza de nuestros valores. Tampoco es un llamado más a la empatía en el sentido coloquial de sentir el sufrimiento del otro. Se trata de disciplinarse para reconocer al otro como un interlocutor igual a uno. Pero sin reconocer nuestras vulnerabilidades al error y al sesgo, es imposible reconocer las del otro como tales. Sin ese reconocimiento, no podemos honrarlo como un ser con razones e historias, tan particulares e incompletas como las nuestras.

Aquí se pone verdaderamente difícil. ¿Cómo pedir diálogo en medio de la rabia generada por la injusticia a veces acumulada, sistemática y arbitraria? Pasar de las balas a la mesa parece exigir mucho. Mucho más incluso de quienes ya llevan una carga desproporcionada en nuestro arreglo social. Parte del problema es que los diálogos no son ajenos a los desbalances de poder. Son espacios de poder. La idea de un diálogo “igualitario y recíproco” que exija lo mismo a los marginados que a los privilegiados, no es coherente con la equidad moral. Es demasiado pedir a los más vulnerables que renuncien a la asertividad de su voz; o que reconozcan a un “otro” que simboliza para ellos la autoridad inerte, ciega y sorda; o que le pongan a sus perspectivas, históricamente ignoradas, un signo de interrogación (¿entonces para qué estamos aquí?, pensarán).

Pero el diálogo tampoco puede ser unilateral (de serlo, sería un ejercicio de persuasión) y alguna forma de reciprocidad ajustada a la asimetría debe ser imaginable. Quizás la suspensión temporal y acotada del juicio de quienes expresan sus inconformidades sea un paso para construir un primer acercamiento de confianza. Y por suspensión nos referimos a la interrupción de la tendencia automática a juzgar lo que dice el otro con nuestras categorías y valores. La condena instantánea de la otra parte como ignorante o malintencionada (“¡Pero es que lo son!” —está pensando más de un lector. Y bien puede ser, pero dialogar requiere darles, por lo menos, la oportunidad de mostrarlo en la mesa). Con esta suspensión quizás (y es que no podemos dejar de escribir ese adverbio, quizás, porque aquí debemos hablar con la esperanza) el diálogo no lleve al fracaso.

¿Qué es el diálogo? Es un ejercicio previo que nos permite diagnosticar el problema, examinar nuestras limitaciones de lo que sabemos y reconocernos como seres humanos con historias que otros desconocen. ¿Es el diálogo la salida de las crisis que vivimos? Quizás. Pero si queremos dialogar hay que estar dispuestos a vivir con la posibilidad de que no sabemos y no vemos lo suficiente. Que nuestros hábitos y certezas no nos impidan escuchar y escucharnos, mientras reconstruimos los pactos necesarios para vivir, sobre todo vivir, en la diferencia.

[*] Doctora en Filosofía de la Universidad de Harvard y Postdoctoral Fellow del McCoy Family Center for Ethics in Society Stanford University (2021-2023).

** Candidato a doctor en Derecho de la Universidad de Harvard y Fellow del Programa de Negociación de Harvard (2021-2022).

Por Diana Acosta Navas* y Nicolás Parra Herrera**

 

Tomas(10675)15 de julio de 2021 - 01:00 a. m.
Otra prueba más: los sobre estudiados apuntan muy alto en la introducción y dejan las conclusiones para un título post doctoral. Que artículo tan bobo. Puro Perogrullo.
Antonio(sa3gs)15 de julio de 2021 - 12:15 a. m.
Excelente aporte
Pedro(18355)14 de julio de 2021 - 11:13 p. m.
Es el tema más jodido del mundo. Estamos acostumbrados a que alguien, o alguna circunstancia, nos imponga cosas. Cuando no, nos desmadramos, y sentimos el goce del caos, y eso nos envalentona más y más. Nuestra ambición crece con el éxito, nunca se sacia, jamás descansamos. Porque siempre queremos más, o menos, o nada, o todo. No nos sabemos con-formar. Ahora, ¡me tengo que aguantar a los vecinos!
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