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En 1939, Colombia se convirtió en el tercer país del mundo en producir la vacuna contra la fiebre amarilla. Fue un hito científico y sanitario, resultado de una colaboración con la Fundación Rockefeller, que posicionó al país como líder regional en salud pública. Sin embargo, seis décadas después, esa capacidad fue abandonada. A finales de los años noventa se comenzó a suspender la producción nacional de vacunas debido a que los laboratorios estatales no cumplían con las normas de Buenas Prácticas de Manufactura exigidas por la OMS. En lugar de invertir en la modernización del Instituto Nacional de Salud (INS) y su planta de producción, el gobierno de la época optó por importar vacunas.
Así comenzó el declive. En 2002 se fabricó la última vacuna en Colombia, precisamente la de la fiebre amarilla. Desde entonces, el país no produce vacunas humanas ni cuenta con capacidad para maquilar antídotos desarrollados en el exterior, como constató la Contraloría General de la República en un informe publicado en noviembre de 2020.
Las consecuencias han sido evidentes. Colombia ha enfrentado todas las emergencias epidemiológicas recientes dependiendo de proveedores externos: la pandemia de influenza AH1N1 en 2009, la de SARS-CoV-2 en 2020 y, ahora, el peor brote de fiebre amarilla en décadas.
Desde septiembre de 2024, se han confirmado al menos 83 casos y 37 muertes por fiebre amarilla. La mayoría de los casos no estaban vacunados. Tolima ha sido el epicentro, pero el virus ya circula en otros departamentos. Ante esto, el Gobierno declaró una emergencia sanitaria y económica. “Hay un riesgo latente de que la fiebre amarilla llegue a las zonas urbanas. Sería catastrófico”, advirtió en medios nacionales Diana Pava, directora del INS.
La declaración de emergencia no borra años de abandono. Mientras el presidente Gustavo Petro la presenta como una herramienta para actuar con rapidez y justificar su reforma a la salud, sectores de oposición y expertos denuncian que la medida también le permite avanzar en su agenda política, en un contexto electoral cada vez más polarizado.
La reaparición de la fiebre amarilla no es un misterio, es una consecuencia. Aunque una sola dosis de la vacuna ofrece más del 95 % de protección de por vida, no se aplicó a tiempo ni de forma suficiente. El cambio climático y la deforestación favorecieron al mosquito vector, sí, pero también influyen factores como la desinformación creciente sobre la vacunación, la baja cobertura vacunal y una capacidad institucional limitada para anticipar y contener brotes.
En este contexto, uno de los anuncios más relevantes ha sido el convenio firmado en febrero entre el Ministerio de Salud, el INS y la empresa VaxThera (Grupo Sura). Esta alianza, presentada como un paso estratégico hacia la soberanía sanitaria, contempla el uso de la infraestructura de VaxThera para el envasado y terminado de vacunas. Sin embargo, la realidad es que se trata de una planta privada que apenas empezaría a producir en un año, si el INVIMA aprueba sus procesos. Solo entonces podrá evaluarse su capacidad para abastecer la demanda nacional. Lo que hoy tenemos es una promesa en papel, no vacunas en frascos.
Ahora bien, además de producir vacunas, se necesita acceso equitativo, educación sanitaria y un sistema de vigilancia epidemiológica robusto. Esta tarea trasciende gobiernos y exige políticas de Estado, financiamiento sostenido y cooperación técnica internacional.
Colombia no puede permitirse repetir la historia. La fiebre amarilla no es una amenaza nueva, sino una advertencia sobre lo que sucede cuando se descuida la salud pública. Recuperar la capacidad nacional para producir vacunas, lejos de ser un lujo, debe ser una prioridad estratégica. En un mundo post pandemia, depender de terceros para proteger a nuestra población es, sencillamente, una irresponsabilidad. Hoy enfrentamos un nuevo brote, pero con memoria institucional e inversión, aún podemos evitar el próximo.
*Sobre el autor
David A. Montero, colombiano radicado en Chile. Biólogo, magíster en Microbiología, Doctor en Ciencias Biomédicas y profesor de la Universidad de Chile. Lidera proyectos de salud pública y participa en iniciativas de divulgación científica.