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Hipocresía y falsedad en el debate político

Columnista invitado EE: Petrit Baquero*
17 de agosto de 2024 - 09:34 p. m.
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En el contexto de sobreinformación, desinformación y polarización que se vive en la sociedad contemporánea, muchos tienden —tendemos, como en este caso— a opinar en diferentes lugares sobre distintas cosas y algunas veces sobre absolutamente todo, incluso de lo que no se conoce.

Al respecto, cada vez con más frecuencia, a medida que las noticias y los escándalos de turno pasan rápidamente, y lo que ocurrió hace un par de días se convierte en un pasado lejano sepultado por los nuevos hechos que nos avasallan, se van lanzando opiniones con el único fundamento del sesgo particular que se tenga, así este no se base en una información veraz o, al menos, una reflexión profunda. De hecho, generalmente esa opinión, que a veces ni siquiera es propia, pues proviene de una cadena de WhatsApp o de un meme hecho por otro que puede ser tremendamente agresivo e incitador del odio, tiende a descalificar a todo aquel que tenga una mirada diferente. Con esto, más que dar una opinión, lo que se busca es anular por completo a quien piense distinto, yéndose, incluso, al ataque personal que va desde el uso del emoticón de risa que algunas redes tienen como opción, lo cual es bastante frecuente y, a mi modo de ver, muy irrespetuoso, hasta, por supuesto, el insulto directo y el intento de descalificar de lleno, al punto de buscar “cancelar” por completo, al objeto de la afrenta.

Con esta lógica, la gente opina tajantemente de política, fútbol, sistema pensional, elecciones en Estados Unidos, la Copa América y los Juegos Olímpicos (porque sí que hay “ganadores” en las redes sociales); el sistema bipartidista gringo, chismes de farándula, géneros musicales, escándalos de corrupción, el funcionamiento de las EPS, el sistema de salud, y hasta de genética, identidad sexual, diversidades y reglas del Comité Olímpico Internacional, generalmente de forma agresiva.

Esto, seguramente, se facilita porque a veces se discute con alguien que no vemos ni conocemos y que por eso despersonalizamos, lo cual, tal vez, sería diferente si se estuviera frente a frente en el mismo espacio físico. Sin embargo, puede ocurrir que esas discusiones que en las redes se escalan y convierten en peleas personales, trascienden esos espacios y pasan al ámbito real (o, más bien, físico), con lo cual viejas amistades y relaciones familiares se han llegado a romper por discusiones sobre cualquier cosa surgidas en esos espacios virtuales. Claro que ese “cualquier cosa” tiene trasfondos evidentes en los que se encuentran talantes y formas de ser y concebir la vida particulares; empero, son las formas de llevar a cabo esos debates las que a veces se escalan exacerbándose violentamente y traspasándose a otros ámbitos.

En ese contexto, la desinformación y las posturas fanáticas se convierten en un signo de los tiempos que corren (así lo hayan sido también en el pasado), pues, entre las opiniones informadas, argumentadas y constructivas, hay muchas otras que son extremistas, polarizadoras, violentas y propagadoras de noticias falsas, que, en muchos casos, por apelar a las emociones más básicas, tienen mayor resonancia y empiezan a replicarse con base en los sesgos, temores, miedos, pasiones, prejuicios y odios que las personas inevitablemente tienen y que, con el algoritmo de las redes que hace que generalmente se vean solamente informaciones de quienes piensan de manera similar, exacerban la radicalización de la sociedad.

Valga decir que no es gratuito que a estas alturas haya cada vez más personas, por ejemplo, diciendo que la tierra es plana o negando la utilidad de las vacunas, entre otras historias conspiranoicas que, sí, tal vez les dan tranquilidad a unos cuantos frente a la incertidumbre de la vida, pero solo responden al miedo, el prejuicio y la ignorancia (y, claro, un fanático siempre creerá que tiene a la verdad consigo y que los otros son igual de fanáticos, aunque equivocados porque están “del otro lado”), y no a la construcción de conocimiento sustentado. Total, es que en la red virtual muchas veces vale lo mismo, o incluso menos, el argumento de un experto en un tema en particular que el de un exaltado que antiguamente solo tenía una pequeña audiencia, pero que ahora puede tener al mundo entero con un “click” de distancia y encontrar a otros por el estilo.

Por eso, entre otras cosas, no es gratuito que, en varios lugares del mundo, se esté presentando un auge de los neofascismos o grupos por el estilo, pues el miedo, la rabia, el odio y el egoísmo se difunden con facilidad; las explicaciones complejas no importan, la verdad bien sustentada con pruebas corroboradas no interesa y la historia se reinterpreta sin mayor rigor, porque la gente no busca informarse —y formarse— sino oír, ver y leer lo que confirme su sesgo, así este se encuentre atiborrado de mentiras y manipulaciones evidentes. Hechos como la invasión al Capitolio de Estados Unidos, por ejemplo, en el que un montón de personas azuzadas por Donald Trump quien, sin sustento alguno, decía que le robaron las elecciones, o, por estos lares, el rumor que se regó por WhatsApp de que cierta gente se iba a meter violentamente a los conjuntos de apartamentos de los barrios de clase media de las ciudades colombianas son dicientes de esta situación que ha fortificado al odio, la xenofobia y la aporofobia, entre otras cosas, además porque todos los días vemos nuevas acciones que, en mayor o menor medida, son de ese mismo estilo.

Lo que ocurre reviste, por supuesto, de gravedad y se exacerba permanentemente porque un gran número de líderes políticos apela a exaltar y manipular esas mismas emociones ya exaltadas y manipuladas para ganar seguidores y por ende votos, demostrando su gran irresponsabilidad hacia la sociedad en la que actúan (pero así es la política, así son los políticos y así ha sido todo siempre, algunos me dirán).

En esta vía, hay palabras que se empiezan a usar con demasiada frecuencia y, de tanto hacerlo bajo cualquier circunstancia, se manipulan siendo útiles para diferentes intereses, incluso los contrarios a los de su acepción original. Una es la palabra “democracia”, cuyas definiciones se pueden encontrar en cualquier diccionario y pueden tener un significado restringido o uno más amplio. Otra es la palabra “dictadura”, que apela a un régimen político que, de manera autoritaria, concentra el poder reprimiendo, incluso violentamente, los derechos de los demás. En ambos casos, esas palabras, “democracia” y “dictadura”, son frecuentemente utilizadas para apoyar o descalificar a un gobernante o grupo político específico, así, dependiendo del color político que se tenga y la ideología que se enarbole (o se crea enarbolar), se apelará a ellas, pues, al menos en el discurso, todo el mundo apoya a las democracias y todo el mundo rechaza a las dictaduras. Sin embargo, como hemos visto, por ejemplo, en el caso de las recientes elecciones presidenciales en Venezuela, ha habido una variopinta porción de personas usando indistintamente esas palabras, aunque dejando en evidencia que no cree realmente en ellas, sino que solo las manipula a su acomodo.

Al respecto, recuerdo ver a algunos de los que enarbolaban la idea del “Estado de Opinión” en tiempos de Álvaro Uribe Vélez (y clamaban por una segunda reelección) escandalizados por la “dictadura” venezolana, porque, claro, hay motivos para escandalizarse. Sin embargo, resulta curioso que algunas de las cosas que denuncian en el país vecino las defendieran con ahínco en el propio, como, por ejemplo, la reelección indefinida del presidente o el ataque de diferente manera (incluso con prácticas ilegales, como las “chuzadas”) a los periodistas más críticos. También, señalan de dictador a quien simplemente tenga una ideología política contraria a la de ellos, lo cual es simplista, irresponsable y demagógico.

De la misma manera, aunque por otro lado, he visto que algunos de los que denunciaban los autoritarismos de los gobiernos colombianos anteriores, resultaron siendo permisivos con las cuestionables y antidemocráticas acciones del régimen venezolano, dejando ver que el problema no es, para algunos, la democracia o la dictadura, sino que el dictador (o líder autoritario que no es necesariamente lo mismo) sea de una ideología contraria (o solamente diferente) a la que se defienda. Asimismo, observé también, en una reciente experiencia laboral, a algunos que durante muchos años enarbolaron el cambio, el respeto por las diferentes formas de ser, pensar y vivir, y las miradas de avanzada del mundo, actuando, cuando tuvieron el chance, como sátrapas autoritarios, maltratadores y violentos que les dieron alas a personajes del mismo perfil que replican, en pos de su beneficio particular en desmedro del general, sus acciones, lo cual es, sin duda alguna, decepcionante.

Con esto, la palabra “democracia” resulta siendo solamente un adorno y objeto de manipulación para defender o no a un régimen específico (y a un grupo particular), pero no una instancia más allá de lo meramente personal que apele a unos principios básicos generales para el desarrollo y la institucionalización de un sistema, una forma y un estilo de gobernar y actuar en la sociedad.

Frente a esto, la discusión no debería darse, al menos en este caso, entre izquierda o derecha (o entre progresistas y conservadores e incluso “tibios” que, como bien se sabe, muchas veces son conservadores agazapados), sino entre autoritarismo (y dictadura) y democracia, independientemente del color político que se tenga. Esto incluye a muchos de los opinadores de las redes sociales y los foros de los periódicos, aunque también a políticos, “influencers” y opinólogos de los medios tradicionales de comunicación en los que ciertos periodistas y directores de medios disfrazan su sesgo particular (o los intereses económicos del dueño del medio) con la manipulación de la información que presentan.

Teniendo en cuenta lo anterior, vale recordar que Ray Barretto, el legendario conguero nuyorican que tocó en la Fania All-Stars, grabó una canción llamada “Hipocresía y Falsedad”, un título con dos palabras clave que me llevan a pensar que hechos como las elecciones en Venezuela o el caso de la boxeadora argelina que ganó la medalla de oro en los Juegos Olímpicos, entre muchos más —porque son bastantes—, y que se discuten todos los días apasionadamente en las redes sociales, deberían indicarnos, no solo la manera en que los prejuicios, sesgos, odios y temores de unos y otros dominan sus opiniones, principios y acciones, sino, sobre todo, su tremenda hipocresía y evidente falsedad.

* Petrit Baquero es historiador y politólogo. Es autor de los libros El ABC de la Mafia. Radiografía del Cartel de Medellín (Planeta, 2012) y La nueva guerra verde (Planeta, 2017).

Por Petrit Baquero*

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Alba(46837)18 de agosto de 2024 - 10:55 p. m.
De acuerdo, los y las Atenas proliferan
Atenas(06773)18 de agosto de 2024 - 09:56 p. m.
De la repetida lora en la q' se mantiene EE con su infaltable dosis de antiUribismo. Más de lo mismo q' ineludible/ tiene a este medio al filo del abismo. Atenas.
  • SOBEYDA(06851)18 de agosto de 2024 - 11:33 p. m.
    Parece que ud. señor Atenas, califica para personajes de los aquí mencionados
OSCAR(16632)18 de agosto de 2024 - 08:49 p. m.
Una columna sencilla y clara que expresa cómo los medios de comunicación y las redes, son tomadas por cualquier individuo a opinar irresponsablemente y con él debido sesgo, amañado y mentiroso. Nos corresponde individualmente ser librepensadores, mejor informados y críticos. Excelente columna.
Leonor(45081)18 de agosto de 2024 - 12:12 a. m.
Esclarecedora esta columna, a veces las opiniones enriquecen el debate, depende de la sinceridad.
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