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Todas las brechas sociales se acaban cuando suena el himno nacional segundos antes de que juegue la Selección Colombia. En las tribunas o detrás de un radio o televisor, pobres, ricos, zurdos, tibios, derechos y el resto son una sola voz. La piel se eriza por el mismo color patrio y el fervor es democrático, no diferencia estratos. Y esto se multiplicó de forma inenarrable cuando “La Sele” jugó el Día de la Independencia, el 20 de julio de 1997. El rival, por las Eliminatorias a Francia 1998, fue Ecuador.
Los datos, nunca fríos en Barranquilla, dicen que llegaron 35.000 almas futboleras al Metropolitano. Colombia formó con Córdoba en el arco, Moreno, Cabrera, Bermúdez y Córdoba (Iván) en defensa. En el medio: Pérez, Lozano, Rincón y Valderrama. Arriba: Aristizábal y Asprilla. El partido fue durísimo. La banda de Aguinaga y los Hurtado se paró firme.
A los vecinos del ombligo del mundo los dirigía Maturana, quien de fútbol colombiano sabe todo. Su alumno más adelantado, El Bolillo Gómez, vio que no había por donde hacer el primero. Miró al banco y llamó al goleador más pequeño del mundo. Solo le dieron ciento cincuenta y siete centímetros, pero su habilidad y rapidez lo hacían temible en cualquier cancha. Y su hábitat es el Caribe. Él gambeteó por primera vez, antes de gatear, en Santa Marta. Allí nació el 21 de diciembre de 1962. El calor, el sol y la humedad son suyos. El gol, era su vida.
El gran Pitufo de Ávila entró al minuto 58 por Aristizábal. Rápido se metió en el partido. Ya faltaban 180 segundos para que el árbitro brasilero Marcio Rezende pitara el final y el partido quedara en ceros. El Pitufo tenía otros planes. En tierra de los gigantes ecuatorianos, su área, recibió de derecha y acomodó su cuerpo diminuto. Con un solo toque giró, dejó a los enormes defensas atrás y al balón clarito para mandarlo a guardar. Acarició la pelota con su pierna derecha y lejos del arquero Cevallos. El grito de: ¡GOL!, todavía tiene eco en las gradas del Metropolitano.
No hubo tiempo para más. Colombia ganó tres puntos gracias al gigantón Pitufo de Ávila. Nunca antes el Día de la Independencia se festejó tanto. El júbilo inmortal llegó, pero la horrible noche se asomó. En las declaraciones pospartido, el héroe nacional presagió su brutal presente. El Pitufo, para televisión nacional, así dedicó su hazaña: “La verdad es que me siento contento. Este triunfo se lo quiero dedicar a unas personas que están privadas de la libertad. Yo creo que no hay necesidad de dar nombres, pero con mucho amor y con mucha humildad se la dedico a ellos, que son: Gilberto y Miguel”.
Las palabras nunca son una anécdota. Y hoy, el ídolo del América de Cali y de la Selección Colombia está preso, en Italia, por nexos con el narcotráfico. Su caso no es aislado. Muchos futbolistas colombianos, que fueron aclamados en estadios, han caído en las garras de nuestra patria narca. Wilson Pérez fue detenido transportando coca dentro del país, Diego León Osorio tuvo igual suerte en el Aeropuerto Internacional de Rionegro, era reincidente. Jhon Viáfara fue extraditado por narcotráfico y Pipe Pérez fue capturado y luego asesinado porque le encontraron, en una propiedad a su nombre, armamento pesado y exclusivo de uso militar, pero para el Cartel de Medellín. Los nombres siguen...
La sentencia desinformada sería decir lo de siempre, que los narcos en su afán de lavar dinero en todo, se metieron al fútbol. Más que famosos son los casos de Gonzalo Rodríguez Gacha con Millonarios, los hermanos Rodríguez Orejuela con América de Cali y la frase que alias Popeye dijo sobre su Patrón del mal: “Pablo era territorial, aunque era hincha del Medellín, también ayudaba jugadores de Nacional. Y cuando quedaban campeones…cuando ganaron la Libertadores en 1989, Pablo era lo que llamábamos hincha sandia: verde por fuera, rojo por dentro”.
Patria narca
Pareciera que, desde entonces, fútbol y narco juegan en el mismo equipo. No obstante, los futbolistas, antes que jugadores con salarios de senadores, son personas, son colombianos. Aquí hay que subrayar que, según los datos del Banco Mundial en 2024, Colombia es medalla de bronce orbital en desigualdad. Solo nos superan, en este podio horroroso, Sudáfrica y Namibia. Eso sí, en América nadie nos gana. Somos medalla de oro continental. Además, el Dane remarcó en 2023, que el 26,5 % de los hogares del país de James, Falcao y Lucho Díaz, solo alcanza dos comidas precarias al día. Este contexto obliga a que, antes de satanizar, reflexionemos.
Sin duda, estos cracks del fútbol, a los que la justicia les sacó tarjeta roja, se equivocaron, pero es el mismo camino de miles de compatriotas que no tienen qué comer y deciden venderle su alma al diablo de la coca. Hay paisanos de todas las edades y géneros que caen presos en los aeropuertos del mundo cada semana. Unos lo hacen para salir de alguna situación asfixiante y otros por obtener fortuna fácil.
Ahí está el detalle, porque el fútbol colombiano es una representación fiel de las desigualdades del país de Richard Ríos y Jhon Arias. No son solo los futbolistas los que sucumben ante la tentación del narco. A una constructora no le importa de dónde sale el dinero con el que le compra casas y apartamentos a medio millón de dólares. A un vendedor de carros de alta gama le tiene sin cuidado cuando le pagan cientos de millones de pesos en una sola transferencia. Así es igual en todo. La mayoría de colombianos de hoy son hijos de la cultura de los carteles, solo sienten el éxito si tienen fajos de billetes. El origen de ese dinero importa un carajo. Y si alguien no quiere enriquecerse de forma ilícita, es graduado, con honores, de fracasado.
En Colombia, según la cultura traqueta, ser exitoso es tener plata. Y no basta con tenerla, se debe mostrar, se debe comprar la camioneta o el yate más ostentoso. Ojalá tener escoltas, usar cadenas de oro y relojes cuyos valores sumados pueden alimentar tres años a una familia pobre de cuatro personas. Asimismo, van con los mejores caballos a las cabalgatas de pueblos y disparan al aire como símbolo inequívoco de estatus traqueto-social. En resumen, se debe tener un estilo de vida regido por la extravagancia y el despilfarro público. Y eso, eso es justo la patria narca.
Esto motivó a los profesores Omar Rincón, Lucas Ospina y Xavier Andrade, de la Universidad de los Andes, a rebautizar al país como “NarColombia”. Ellos investigaron y comprobaron que muchos llevan un narco dentro y que sale en cada acción diaria. En su proyecto nos extienden una invitación: “quítese el narco que lleva en el corazón, el pensamiento narco, la ética narco y el gusto narco”.
El escenario nos alumbra una posible hipótesis: los futbolistas cuando dejan de recibir sus salarios de Congreso, deciden delinquir para mantener ese estilo de vida propio de la patria narca. Claro, el contexto en el que crecieron los tienta, sus redes de apoyo son, muchas veces, células de tráfico y microtráfico y esa aparente posición socioeconómica de respeto que tenían cuando jugaban de manera profesional, solo puede mantenerse ganando muchísimo dinero muy rápido. Es decir, con el narco. Es lógico que cedan y terminen presos o muertos.
De referentes y figuras pasan a ser peones del negocio trasnacional de la droga. Se prestan para testaferros o mulas. Este escenario es el mismo de los sicarios de los carteles en Tijuana, México. El eterno escritor futbolero Eduardo Galeano así lo describió en un texto breve que tituló “Mano de obra”: “En Tijuana, en el año 2000 y pico, el sacerdote David Ungerfelder escuchó la confesión de uno de los asesinos a sueldo de los amos del tráfico de cocaína en México. El profesional se llamaba Jorge, tenía veinte años de edad y recibía dos mil dólares por cada cadáver. Él lo explicaba así: ‘Yo prefiero vivir cinco años como rey, que cincuenta años como buey’. Cinco años después, también él fue marcado para morir. Sabía demasiado. Así funciona el gran negocio de la cocaína en la división internacional del trabajo: unos ponen la nariz y otros ponen los muertos”.
El negocio sigue siendo el mismo. La nariz la ponen fuera de Colombia y nuestros ídolos de cancha y tribunas son los presos y muertos. Eso sí, la responsabilidad no es solo de ellos. Los dirigentes y dueños de clubes deben hacer mucho más que solo enriquecerse con vender jugadores y taquillas. Los empresarios deben pensar en formación y ayuda psicológica para quienes les dan millones de dólares en cada traspaso. Los hinchas debemos ser solidarios en momentos crudos, no solo vibrar con cada gol. Las empresas patrocinadoras deberían crear programas para que esa patria narca abandone los cuerpos y mentes de deportistas activos e inactivos.
De lo contrario, el lastre doloroso del narco en los futbolistas colombianos seguirá. La idea a futuro es lograr otra independencia y decirles, esta vez a los reyes de la cocaína, que en el fútbol y en la patria, ya no son soberanos.