El consumo de carne y productos animales es una costumbre arraigada en la mayoría de la población, que conlleva a financiar mataderos, tanto tecnificados como convencionales, cuyas operaciones están marcadas por la presencia de violencia en sus procesos; una realidad que presenta una redundancia notable en su expresión. Conforme a la información disponible, el Ministerio de Salud está próximo a implementar la reapertura de los mataderos municipales en Colombia. Esto es un grave error.
Mediante la emisión del decreto, el Gobierno Petro intentará abaratar el precio final de la carne, debilitar prácticas clandestinas como el abigeato, el carneo de animales y asumir la administración pública de estos establecimientos. Para mejorar y optimizar la operatividad de las plantas se destinarán recursos asignados al Ministerio de Agricultura para llevar a cabo la reforma agraria. Cada matadero requerirá una inversión de aproximadamente cuatro mil millones de pesos en su infraestructura y tecnología con el objetivo de ofrecer productos de alta calidad a la ciudadanía. Si bien gran parte de la sociedad considera que la iniciativa representa un retroceso, aquellos que siguen una dieta basada en productos cárnicos expresan una indignación que pone de manifiesto una contradicción evidente. Estas personas buscan obtener carne estéril de los actuales centros de sacrificio, mostrando escasa preocupación por los graves perjuicios que derivan del consumo de productos animales, tanto para el medio ambiente y la salud pública, como para la vida de las víctimas animales. Sin embargo, las preocupaciones genuinas van mucho más allá.
Habilitar estos centros municipales de sacrificio supone una medida superficial que crea un escenario incierto. Implica la interacción de diversos factores interconectados con costos elevados difíciles de precisar, lo que empeora las problemáticas actuales de los mataderos en funcionamiento, que rara vez se exhiben ante el consumidor.
Para explicarlo, imaginemos a Colombia y a su población como un niño que está en desarrollo, y a su suelo, pensémoslo como el estómago, cuya función principal es la de procesar los alimentos y distribuir de manera eficiente los nutrientes para un adecuado crecimiento. De la misma manera, pensemos en un parásito que se aloja en el intestino de este niño arrebatando los nutrientes del huésped y ocasionando enfermedades con el único propósito de asegurar su propia supervivencia. En esta analogía, el parásito tiene un nombre específico: la industria pecuaria. Similar a una tenia en el intestino del niño, la industria pecuaria extrae recursos valiosos, como tierras, agua y granos destinados a la producción de forraje para el ganado, en lugar de destinarlos a la alimentación de la humanidad. Esta explotación de recursos esencialmente priva al niño (la población) de la nutrición necesaria para su desarrollo y bienestar, resultando en una “desnutrición” a nivel social.
La fórmula más precisa que demuestra esta tesis se llama ley del diezmo ecológico. La ley del diezmo ecológico es un principio ampliamente reconocido que postula que solamente el 10 % de la energía disponible en un nivel trófico (un nivel de la cadena alimentaria) puede ser aprovechada por los organismos que se encuentran en el siguiente nivel trófico. Es decir que el 90 % de la energía que un animal de la industria consume se destina a su propio metabolismo para mantener su supervivencia, reservando apenas un 10 % para ser aprovechado en la dieta de quienes se abastecen de carne. Esto implica que mientras una persona se alimenta con lo que obtiene directamente del consumo de productos animales, esa misma cantidad de recursos podría alimentar a diez personas si se dirigieran directamente a la fuente vegetal que se empleó para alimentar al ganado. Numerosa documentación científica comprueba que la principal ingesta de macronutrientes para una completa alimentación proviene de los vegetales como fuente primaria.
En consecuencia, la reapertura de más mataderos para impulsar la industria pecuaria conlleva una considerable pérdida de energía y recursos, dando lugar a la generación de desechos en forma de estiércol y otros subproductos que contribuyen a la acumulación de biomasa. Adicionalmente, dentro de las múltiples enfermedades que puede causar este parásito llamado industria pecuaria están la destrucción del medio ambiente debido a las emisiones de gases efecto invernadero, la contaminación de áreas circundantes a los mataderos habitadas generalmente por población vulnerable, las enfermedades zoonóticas germinadas en estos lugares, las enfermedades de transmisión alimentaria (ETA), las enfermedades del estilo de vida alimenticio y una enfermedad silenciosa de salud mental de la cual no se responsabiliza nadie que es la que padece el personal de trabajo en las labores de procesamiento de carne, expuestos continuamente a violencia sistematizada, causando estrés postraumático y un alto índice de suicidio.
La producción de carne, aparte de ser una industria cruel, es sinónimo de desigualdad, independientemente si se realiza en mataderos con buenos estándares de procesamiento o no. Independiente si son de administración pública o privada.
Si este niño (Colombia) está sufriendo enfermedades, pérdida de peso y sus deficiencias nutricionales no cesan evitando su crecimiento y sano desarrollo, es porque no se ha erradicado eficazmente la causa que mantiene vivo el parásito que lo habita. La injusticia social y carencia ética inmersa en los mataderos radica en tener que sacrificar a unos seres inocentes para obtener un producto que no se necesita como la carne, lo cual plantea un discernimiento profundo y cuestiona la coherencia entre nuestras acciones y valores fundamentales.
Según la última actualización del DANE de agosto de 2023, en el primer semestre del año se sacrificaron para el consumo interno cerca de cuatro millones doscientos mil cabezas de animales entre bovinos, porcinos, bufalinos, caprinos y ovinos, con un peso equivalente a 500 millones de kilos de carne en canal. La ineficiencia salta a la vista, dado que se requerirían entre 1.500 y 5.000 millones de kilos de proteína vegetal para la producción de esos 500 millones de kilos de carne, que a su vez representan tan solo 100 millones de kilos de proteína. El apalancamiento a la cultura pecuaria promueve una ineficacia nutricional que se aleja de las buenas prácticas para la seguridad alimentaria.
A cambio de reabrir más mataderos, existen otras medidas para garantizar la seguridad alimentaria. La disminución de los precios de los fertilizantes debe transferirse a los agricultores y productores. Si los precios de los fertilizantes bajan, pero estos ahorros no se reflejan en los costos de producción agrícola, es difícil estandarizar a un precio más asequible los alimentos.
El reemplazo de tierras destinadas a la producción de forrajes por cultivos de alimentos para consumo humano debe generar ahorros reales y se deben traducir en precios más bajos para los consumidores. Si esta condición no se cumple, es difícil afirmar que el reemplazo de tierras esencialmente contribuye a reducir incluso los precios de la carne.
La búsqueda de soluciones alternativas para evitar la reapertura de mataderos no debe ser una excusa para pasar por alto otras ineficiencias en la cadena de suministro de alimento como vías terciarias para el transporte agrícola y sistemas de riego eficientes.
Y principalmente, es fundamental abordar de manera global la responsabilidad de consumir productos diversificados de origen vegetal y local para que los ahorros obtenidos en la sustitución de la industria pecuaria, se traduzcan en beneficios para la población. La responsabilidad es de todos. A medida que buscamos un equilibrio, debemos comprender más claramente el coste real de lo que consumimos para garantizar que todos tengan acceso a alimentos adecuados sin caer en la trampa de la inflación y la inequidad.
* The Animal Guardian es una plataforma enfocada en divulgar la consideración animal por medio de contenido académico.
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