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La educación superior en Colombia vive una crisis aguda. En el baúl se quedó una de las promesas del plan de gobierno del presidente Petro: adelantar una profunda reforma a la educación, robusteciendo las universidades públicas. Un paso decidido e importante, que muchos respaldamos en las urnas, esperando ver el fortalecimiento de la educación superior en el país, que en gobiernos anteriores decidió dilapidar cuantiosos recursos entre un puñado de universidades privadas que, durante casi una década, vieron inflar el número de sus estudiantes y, al son de la bonanza de las becas estatales, reforzaron su infraestructura, contrataron profesores y administrativos a diestra y siniestra y lucraron con recursos del Estado. Sin embargo, el panorama cambió.
Desde hace unos cinco años, la población estudiantil, en la mayoría de las universidades privadas, se está viniendo abajo. Algunos han buscado una explicación insuficiente, argumentando una transición demográfica, es decir, un proceso en donde la población actual pasó a tener bajas tasas de natalidad y mortalidad, que nos lleva a un envejecimiento y eventual decrecimiento de la población. Lo cierto es que dicha transición no tiene respaldo en las estadísticas. De acuerdo con el Ministerio de Educación, en el año 2016 había 1.513.201 estudiantes universitarios matriculados y en el 2024 la cifra ascendió a 1.637.436. Sin embargo, la proporción de estudiantes en universidades privadas pasó de 50,1 % en 2016 a 45,1 % en 2024.
La pandemia del 2020 y sus secuelas económicas llevaron a la quiebra a pequeños empresarios y a que muchos padres de familia perdieran sus trabajos. La capacidad adquisitiva de quienes esperaban que sus hijos se formaran en universidades de “prestigio” se hizo inalcanzable. Las alternativas que quedaban, y aún lo son, son las de aplicar a universidades privadas con matrículas más bajas, que no necesariamente son malas, o a buscar cupos en las universidades públicas, muchas de las cuales siguen siendo las mejores del país, tienen procesos de admisión exigentes, pero no cuentan con la infraestructura ni el suficiente personal docente para asumir un crecimiento desmedido y sin planificación. A esto se le suma que los futuros universitarios no encuentran pregrados que se ajusten a sus intereses, ni a las necesidades actuales del mercado laboral. Las universidades se toman años pensando en hacer cambios curriculares, lo que las lleva a estar, frecuentemente, dos pasos atrás.
El gobierno Petro, intentando aliviar el asunto, pero sin resolver los problemas de fondo, implementó el programa de matrícula cero, que había comenzado tímidamente el gobierno anterior. Esta política ha llevado a un crecimiento de la población estudiantil en las universidades públicas, que pasó de tener el 49,9 % en 2016 a alcanzar el 54,9 % en 2024 del total de estudiantes matriculados, de acuerdo con las estadísticas disponibles del SNIES. Sin duda, se trata de un gran esfuerzo de estas instituciones por ampliar su cobertura, con las limitaciones de infraestructura actuales, garantizando la calidad que las ha caracterizado, al menos a la mayoría de ellas. Vale reconocer el empeño que en este tema le ha puesto la representante Jennifer Pedraza, quien asumió la responsabilidad de tramitar una reforma que garantice la financiación requerida para la educación superior pública.
De otro lado, algunas universidades privadas atraviesan una crisis severa. En los últimos años, algunas de ellas han llegado a perder más de 5.000 estudiantes. Un hueco presupuestal importante, si tenemos en cuenta que la matrícula promedio semestral puede oscilar entre 15′000.000 y 20′000.000 de pesos. Esta pérdida, sumada a los gastos que generó el crecimiento en infraestructura, el aumento en la plantilla de profesores y administrativos, comienza a pasarles factura y parece que la supuesta vigilancia del Ministerio de Educación, cada vez más politizado y menos técnico, es solo un cintillo de letra menuda bajo los logos de las instituciones de educación superior.
Dicha crisis la han tratado de resolver la mayoría de las universidades, que no cuentan con suficiente músculo financiero, con despidos masivos de profesores y administrativos, jubilaciones forzadas, cambios en los contratos laborales bajo amenaza, recortes a la inversión en investigación y a la movilidad docente, y reducción del gasto en mantenimiento de sus instalaciones. ¿Y el Ministerio de Educación? Desorientado y haciendo política.
Aunque está claro que el problema de fondo no lo explica la transición demográfica, algunas de estas universidades buscan justificar la debacle en sus finanzas por este fenómeno, ya que el número de estudiantes matriculados sigue bajando, en proporción directa a su calidad educativa. La inserción laboral ya no depende de la emisión de un título de una universidad en particular sino de que el profesional a contratar cuente con las competencias para llevar adelante sus tareas, a menudo con salarios irrisorios, que no compensan el esfuerzo ni la enorme inversión en préstamos educativos.
En la mayoría de universidades privadas, la contratación de profesores y administrativos no responde a un proceso de concurso público y abierto. Muchas de ellas contratan a dedo, por recomendación de empresarios, políticos y/o miembros de las juntas directivas, profesionales que no necesariamente cuentan con la trayectoria necesaria para asumir las labores de docencia e investigación que un profesor universitario debe tener. Incluso en posiciones de mando, como las decanaturas o vicerrectorías, se contrata gente sin experiencia en el sector educativo, ni los títulos que un cargo de esta responsabilidad requiere. En otros casos, la endogamia académica juega en contra. La inadecuada práctica de contratar a sus propios egresados, porque “se ponen la camiseta” o hacen parte de la “familia”, resulta contraproducente, en detrimento de la calidad académica. Finalmente, el consentimiento a las malas prácticas académicas y la falta de exigencia son otros de los problemas que aquejan al sector de educación superior colombiano. Y ni hablar del área administrativa: contrataciones innecesarias con sueldos desmedidos, gastos de viaje sin control, bonificaciones de fin de año o inversiones inadecuadas agudizan la situación. La respuesta de algunas de estas universidades a la crisis que padecen: la culpa es de Petro.
Trabajé catorce años en una institución universitaria privada y fui testigo de innumerables irregularidades que se han normalizado. Sin embargo, no hay ninguna instancia del Estado que investigue y sancione estas anomalías que se han malinterpretado como “autonomía institucional”. Y es justamente a este tipo de universidades a las que se les regalaron cuantiosos recursos del Estado para formar nuevos profesionales bajo los programas Ser pilo paga y Generación X. Dinero que debió haberse invertido en la educación pública, pero que, sin querer, sirvió para llevar a estas instituciones privadas a una aguda crisis, que aún no toca fondo. ¿Quién le pondrá el cascabel al gato?
* Arqueólogo y profesor universitario.