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Está muy extendida todavía la idea que a los colegios solamente se viene a estudiar. Y siendo ello muy cierto no es la única razón. Se cae de su peso que no es una ventaja despreciable estudiar y ser estudioso en la vida. Pero desde una perspectiva actual, no es la única razón. Tal vez antes sí lo era. Ahora, claramente no.
Digo esto porque en una reunión con los niños de primaria del colegio que ahora dirijo, la maestra les preguntó que cuál era el modelo pedagógico que tenemos. Campestre, casi gritando, se apresuró a decir uno de ellos. Y tiene toda la razón, pues el colegio está lleno de árboles, jardines y verde, y, además, queda lejos de la ciudad y es muy bonito. Pero claro, la respuesta esperada por la maestra era otra. Al niño le tiene sin cuidado el modelo en que se apoye el colegio. Le da igual. A la maestra, obvio, no. El modelo es lo que él ve y cómo lo siente. Incluso en los colegios sin verde la pregunta a los estudiantes por el modelo pedagógico siempre los remitirá a ellos mismos, y dirán algo semejante, pero con seguridad no será la respuesta esperada.
Hace unas décadas nadie se preguntaba las cosas que hoy la escuela debe preguntarse con urgencia y nadie (o muy pocos) consideraba la pertinencia de los planes de estudio y su conexión con las motivaciones más personales de los estudiantes, con sus cuartos de máquinas propios y con los ajenos. Hace unas décadas el concepto de disciplina estaba asociado a la obediencia ciega de la norma sin una explicación básica de su racionalidad o una mínima participación en su formulación. De buena fe se planeaban los planes de estudio con lo divino y lo humano de cada asignatura, y de buena fe los estudiantes los olvidaban casi en su totalidad. Aprender algo es hacerlo propio. Y hacerlo propio es ponerlo a andar en el sistema circulatorio de quien lo aprende no sólo como una teoría o concepto, sino fundamentalmente como una experiencia personal. Y no solo eso. Es difícil defender hoy una enseñanza tabicada.
Lo que llamamos cultura es un entramado muy complejo que convoca a todos los saberes y los va acrisolando en un aula. De ahí la importancia de la enseñanza de las humanidades por lo que tienen de comprensivo e integrador. Un maestro de lo que sea, especialmente en un colegio, no es ni necesaria ni suficientemente un maestro de aquello que enseña. Es, sobre todo, un agudo observador de lo que ocurre en sus estudiantes con lo que enseña. Y esto porque los desafíos en educación hoy son otros. Muy otros. Un solo ejemplo me servirá para ilustrar lo que digo.
Después de dar todas las explicaciones a sus jóvenes discípulos de cuarto grado de primaria de los reinos de la naturaleza, las taxonomías de los vertebrados, sus sistemas de reproducción, sus características principales, sus hábitats, etc., el profesor lanzó una pregunta general al ruedo del aula: ¿qué son la merluza y la sardina? Amigas respondió sin dudarlo uno de ellos. Es tan hermosa la ocurrencia que un profesor diestro y respetuoso debe empezar a indagar por muchas cosas de esas amigas hasta ir llegando poco a poco a los contenidos que quiso que aprendieran. Jamás ignorarla o soslayarla. Por inesperado y personal este puerto de entrada no solamente debe ser considerado sino entendido como parte de la interpretación que aquel ser humano en formación hizo de lo que le enseñaban.
Si el modelo campestre de un colegio como la condición de amigas de dos vertebrados sirven para hablar de lo que realmente importa en términos de agenda imperiosa para la educación que es el cuidado del medio ambiente y la reversibilidad del cambio climático; el conocimiento de sí mismo y su relación con mi papel en una democracia; y la importancia de lo comunitario en los modelos de desarrollo actuales, la escuela cobrará nueva vida y nuevos ímpetus y entonces merecerá más la pena. Sin esas preguntas que se demoraron mucho tiempo para hacerse, no lo merecerá tanto. Y acabará por desaparecer o por seguir repitiendo.