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No estamos en una realidad de papel, como dijo García Márquez en 1982. Se refería a América Latina y su soledad, una indescifrable concatenación de oportunidades y desilusiones que colorea con su cultura y su optimismo.
Ahora que la tiranía de Putin vuelve a recordarle al mundo que la incertidumbre y la barbarie difícilmente nos abandonan, vale la pena pensar en Latinoamérica. En mi infancia nos enseñaban las bondades de su biodiversidad, del abigarrado panorama de parques naturales, aguas cristalinas, oscuras, calmadas, turbulentas, que se deslizaban en el imaginario que vive en entre cientos de lenguas indígenas, el castellano, el portugués y otros. Pero quizá no nos enseñaron —lo aprendimos luego en el día a día— que al continente le gusta dejar sus venas abiertas mientras ahoga sus gritos dolorosos a diario.
Por ello hoy me pregunto, al ver la barbarie del ejército ruso, que propagandea cuentos de hadas mientras asesina civiles y bombardea instalaciones nucleares, ¿qué pasaría si América Latina se viera envuelta en una confrontación con un enemigo de esa calaña? ¿Continuaría su tradición de abrirle la puerta a la crueldad para repasarla en el olvido?
No hipotetizo conflictos internos innumerables que ya carcomen el tejido social, que a su vez tienen fronteras porosas; hablo de algo parecido, en lejanas proporciones y detalles, al episodio de las Malvinas, con quimeras reconfiguradas y nostalgias despiertas sobre la Doctrina Monroe de 1823. Sí, hablo de un escenario recóndito —para la timada tranquilidad del idealismo—, en el que América Latina termine preguntándose, por un lado, si puede defenderse y, por otro, qué significará defender algo tan amorfo.
Como lo estamos viendo, salir a pedir ayuda a los grandes aliados, ante un enemigo cruel, no parece traer reacciones inmediatas de idilios desconectados, sino una cálida indiferencia en la que cada quien continua, por fuerza, en su propio mundo.
El mismo García Márquez llamó a América Latina una “patria inmensa de hombres alucinados y mujeres históricas, cuya terquedad sin fin se confunde con la leyenda” y, en mi humilde opinión, se diluye en la incertidumbre.
Más allá de luchar por una identidad, cuestión que es más peligrosa que abstracta, Latinoamérica puede al menos comprender, pacientemente, la urgencia geopolítica que puede llegar a tener en escenarios que la corrección política no acepta. En otras palabras, estamos hablando de que América Latina difícilmente podría oponer resistencia.
Argentina, que se posicionó a inicios del siglo XX como la cuna latina de la aviación militar y civil, hoy se agita en sus designios de política monetaria populista que abre el paso a la pobreza. Esta última sí merece una “guerra”, para prevenirla, si seguimos las palabras de Charles Beard. Luego, Brasil, el único actor relevante a escala mundial en la industria militar, está sumamente ocupado consigo mismo y la indiferencia del gobierno por algo de sostenibilidad.
Por su lado, Colombia, como otros vecinos, aparece ahogada en narrativas de cambio que tapan una institucionalidad mediocre y el auge de la captura de rentas, mientras la innovación grita por un lugarcillo en la mesa. Perú sigue confundido en cambios de un gabinete sin gobierno y ni hablar de Venezuela, un drama en sí con el virus del chavismo. Recientemente, su caudillo heredado, Nicolás Maduro, celebró en plena alocución presidencial la vacunación del “102,6 % de la población”, la misma que meses atrás caía atropellada por tanquetas. Con esas matemáticas no espero grandes innovaciones aeroespaciales.
Los países latinoamericanos, en mayor o menor medida, han preferido mirarse al ombligo mientras se corroen internamente en instituciones débiles, demagogia exacerbada y narrativas de cambio, que en últimas han servido para rotar grupos políticos parecidos, con ligeras variaciones en color y cuento. En escenarios así, América Latina se cotiza como la presa perfecta con recursos jugosos.
Mientras pasa todo esto en medio de una riqueza cultural infinita, el talento humano en el continente pulula, mejora y trasciende, con unicornios reconocidos en los mercados internacionales y empresas sólidas con potencial extraordinario e iniciativas para aprovechar y, a la vez, no destruir las fuentes de recursos naturales.
Si le preguntáramos a John Dewey, el rebelde antiformalismo, nos diría que la historia es el único sustituto para los experimentos que no podemos (ni queremos) hacer. Pero vaya que la historia sigue regresando, cada vez con más preguntas y estilos. ¿Qué le respondería América Latina?
* Profesor, Universidad Internacional de Ciencias Aplicadas de Berlín/Tecnológico de Monterrey. erick.behar@gmail.com