Podría decirse que, en términos sociales, es principio de todo, o de tanto. En torno a ella se organizaron los pueblos, las ciudades. En rededor de ella se edificó y se simbolizó el poder.
Las plazas fueron el primer punto de referencia. En uno de sus costados se levantó un templo, al lado se construyó la casa cural, al frente o diagonal se construyó la casa consistorial y al lado de ella se construyó la casa de ese primer alcalde, de ese juez pedáneo, de los concejales, los personeros que eran los líderes. Los poderosos más cercanos.
Entonces, hacia atrás, hacia los lados, hacia el frente de esa plaza se fueron alargando caminos, se fueron alargando calles primero de piedra, luego de asfalto y fueron creciendo los poblados que después se hicieron ciudades, fueron creciendo las sociedades.
Las plazas han sido vida de los pueblos y no es menos decir que en casi todas ellas hay una fuente de agua. Tantos, por tanto tiempo, vinieron hasta allí a abastecerse del líquido vital y otros casi en un ceremonial venían a lavarse los pies antes de entrar al templo a alabar a su dios todopoderoso.
Como fuente de vida, en torno de esa plaza, centro de poder, el espacio —cuando no fue su origen— devino en sitio de provisión y la plaza se volvió la plaza de mercado y hasta ahí llegaban propios y extraños, unos a vender, otros a comprar abarrotes, panela, sal, algo de carne, velas de parafina, lo básico para subsistir.
Entre tanto y tanto ir y venir de los poderosos en ese su sitio “natural”, entre tanto comprar y vender de los de abajo, la plaza fue poblándose de chismes, de comentarios y alguna vez también hasta la plaza empezaron a llegar y circular los primeros periódicos, gacetas, folletines; la plaza también fue punto de información allí donde ocurría todo, allí donde se contaba todo, allí donde se comentaba, se inventaba, allí donde se planeaba todo.
Luego vinieron normas de sanidad, el bastimento fue saliendo, dejando atrás el frío y húmedo piso, y surgieron nuevas “plazas de mercado”. La cuidad se alargaba y surgían también otros parques, otros centros… comerciales. Pero las plazas nunca perdieron su valía.
Hay una en Colombia muy importante. La Plaza de Bolívar de Bogotá, esa donde se enseñorea el poder colombiano. Alguien que recién la conoció dijo que la veía tan altiva, tan hermosa; le hablé de que más que hermosa era simbólica.
A un costado, con su Catedral Primada —signo y símbolo del poderío y la tradición de la Iglesia católica en Colombia—; con el Palacio de Justicia, desde donde se dictan sentencias, donde se condena, donde se absuelve; con el Capitolio Nacional y más atrasito la Casa de Nariño, donde el Poder Legislativo y el Ejecutivo dictan órdenes, decretos, acuerdos, leyes que deciden en gran parte la vida de al menos 50 millones de personas.
Claro, también al lado está el poder municipal, el Palacio Liévano, donde se decide lo más cercano, lo más pronto para quienes habitan esta urbe de casi 10 millones de habitantes. Y diagonal, un colegio de jesuitas —también muy poderosos— y la Casa del Florero, donde se gestó nuestra vida republicana.
Esa plaza donde se decidió todo, donde se decide todo, últimamente se veía muy fría y algo dura: la gente, parecía, no quería quedarse o no podía quedarse mucho. La caminaba solo si había un objetivo, un encargo cerca. Para más, desde hace un tiempo a alguien se le ocurrió encerrarla entre barandas de metal y hombres con armamento sofisticado custodiándola; tanto barandal metálico y tanto uniforme fueron alejando más y más a la gente.
Entonces, así, el poder cobró una nueva simbología al estar tan encerrado. Ese templete y esos palacios vestidos de mármol amarillo lo hacían más majestuoso, pero también más distante, como encerrado en sí mismo, como es el poder mismo.
Hasta que hace dos semanas la Plaza de Bolívar se preparó para darle la bienvenida a un nuevo Gobierno que decidió que esta tenía que ser lo que siempre había sido: lugar para que todos nos viéramos, nos sintiéramos, nos escucháramos, nos observáramos, nos aprisionáramos, quizá.
En esa plaza volvió a encontrarse el pueblo, volvía a encontrarse la diversidad, volvía a encontrarse un país, tan distinto, tan distante. Por esa Plaza de Bolívar y sus callecitas adyacentes caminó este país: en un domingo, como si fuera un “día de mercado”, iba el indígena de atuendo blanco bajado de la Sierra Nevada; junto a él, el caporal venido desde Ariporo; al lado, unas negras inmensas cantaban sus tonadas inspiradas en la soledad del Pacífico para deleite de tantos “rolos” que inexplicablemente —alegremente— lograban sintonía con esas melodías; más allá, el campesino de aguadeño en la cabeza conversaba con el que lucía un sombrero vueltiao. Había tantas vestimentas diversas, tantas voces, tantas músicas, tantos bastones de mando, tantas viandas empacadas en bolsas y mochilas para pasar el día. Un país se arremolinaba en una plaza y buscaba dónde sentarse, “un país” seguramente buscando al fin su sitio no en una plaza sino en estos tiempos.
Horas después, esas barricadas, esas mamparas, se fueron yendo ya definitivamente. La gente camina ahora esa plaza que al parecer estuvo reservada para pocos. Esa plaza vuelve a ser lo que siempre ha sido: un punto de encuentro de una ciudad diversa, de una nación diversa y no solo testimonio del poder. O puede ser que, así como la plaza empieza a mudar de piel, también el poder comienza a renovarse. Y la plaza será no solo memoria sino testigo y tiempo por venir.