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De niños, era frecuente que mis hermanos y yo no le entendiéramos nada a mi abuelo guajiro. No es que hablara enredado, ni en voz baja; simplemente usaba palabras que ninguno de nosotros había oído nunca. Por ejemplo, estábamos almorzando y de pronto me decía: “Mijo, pásame la bangaña”, queriendo significar que le alcanzara una bandeja. En otras ocasiones, mientras jugábamos en un patio, se enojaba con un verbo imposible: “¡Qué haces tú engarapitao en el árbol ese!”.
Con nuestros demás parientes vallenatos nos pasaba lo mismo. Mi tía abuela Clotilde veía pasar a cierta mujer por la calle y soltaba entre dientes: “Ahí va la Rita Daza con su flequeteo”. (Pasarían años antes de que yo supiera que el fléquete, como me lo explicó mi primo Alcíber, era “el ruido sabroso que hace la tela de un vestido cuando una mujer mueve las nalgas”).
Crecí oyendo esas maravillas léxicas. Crecí en un mundo donde los purgantes se llamaban “aguamacha”, donde yo y mis hermanos éramos “más blancos que una rana platanera” y donde para todo había un símil ingenioso o un dicho travieso. Un cumbambón tenía “cara de totuma metida en una horqueta”, en los accidentes la gente se “esporrondingaba”, al perezoso se le señalaba diciendo “yo conozco al flojo, aunque lo vea sudao”, los ciclotímicos eran “claridad de la calle y oscuridad de su casa”, y la mayoría de los cuentos tenían un “adiós, luz, que te guarde el cielo”, un “¡catatampundan!” o un no menos sonoro “¡chumbulún!”.
Cuando entré a la universidad, todo ese vocabulario que yo había oído en labios de mis parientes se me volvió una forma de conocimiento. Aprendí que la palabra “correduría”, usada por Alejo Durán cuando le canta a una coposona esquiva, venía directamente del Siglo de Oro; advertí que García Márquez delataba su ADN al escribir que el coronel Aureliano Buendía tenía “las axilas empedradas de golondrinos”. (A mi abuelo también le daban esos dolorosos furúnculos y yo supe lo que era la reciedumbre campesina al verlo reventárselos contra el respaldo de una silla).
Desde un punto de vista filológico, no tiene sentido decir que un pueblo es más juguetón que otro con la lengua. En todas partes el idioma se consiente, se amolda, se transfigura. En todas partes el idioma es un patio de recreo. Pero en ese Caribe mediterráneo que yo conocí de niño la forma de pararse en la tierra tenía mucho que ver con las palabras. Era, en muchos sentidos, lo que le daba identidad a la gente. Porque no sólo se trataba de hablar, también había que hacerlo con insuperable encanto.