El lunes 21 de febrero fue un feriado muy especial en Estados Unidos. Fue establecido en 1880 como una fiesta nacional para celebrar el natalicio de George Washington y después se consagró como el Día de los Presidentes, en honor de los dos mejores mandatarios que ha tenido la Unión Americana y que nacieron el mismo mes: Washington, el fundador del país, y Abraham Lincoln, el salvador de la unidad nacional.
La conmemoración se transformó con el tiempo en una ocasión para honrar a quienes han ejercido la Presidencia de Estados Unidos y en particular a los más apreciados. Hoy tiene un significado especial por el conflictivo momento que viven los estadounidenses, enfrentados en una guerra que no es solo de palabras, como lo demostró el asalto al Capitolio hace poco más de un año. En el centro de esa guerra está Donald Trump, a quien una gran parte del país no considera digno de ser honrado, pero al que su base de fanáticos seguramente festejará.
No está sola la Unión Americana en esa situación en la que republicanos y demócratas no parecen formar parte de la misma nación. También en otros países, como Colombia, los militantes de dos bandos opuestos se levantan todos los días listos a enfrentarse como ejércitos enemigos. En Estados Unidos los trumpistas siguen esgrimiendo el falso argumento de que a su jefe le robaron las elecciones y se dan mañas para alterar los mapas electorales en varios estados con el fin de asegurar futuras victorias. Los demócratas replican débilmente y parecen incapaces de contrarrestar la acometida rival, que amenaza con la reconquista del poder.
Recientemente Barack Obama, uno de los líderes más visionarios de Estados Unidos, tocó el corazón del problema en una extensa entrevista periodística al señalar que todos están cometiendo el mismo error: cerrar los oídos a lo que dice el contrario y no captar, por eso el motivo de su animadversión. “No nos estamos escuchando”, dijo Obama, identificando con pocas palabras la raíz del mal. Luego ofreció la solución: buscar el diálogo desde el núcleo familiar, promoverlo en la cuadra y en el barrio, hasta lograrlo en los ámbitos de la ciudad, el Estado y la nación. Solo así, según él, se podrá reconstruir la solidaridad en las comunidades que fue una característica tradicional de la sociedad estadounidense.
Obama no ignoró el tema del racismo, que oscurece toda la vida de su país, pero aun respecto a un asunto que lo toca tan de cerca hizo observaciones reposadas sobre la necesidad de buscar consensos para garantizar la seguridad de la población vulnerable y aprovechar las protestas para impulsar reformas legales que eliminen el lastre de la injusticia que dejaron cuatro siglos de discriminación.
Aunque estas declaraciones fueron hechas en el contexto de la situación estadounidense, las enseñanzas que contienen también son aplicables en Colombia. Un buen comienzo para cambiar nuestra historia, como lo aconseja Obama para cambiar la de Estados Unidos, sería que quienes no se hablan comiencen a hacerlo y traten de entender lo que piensa el contrario.
Aunque aquí no existe el Día de los Presidentes, que en Estados Unidos sirve para exaltar a quienes se convirtieron en modelos a seguir por su comportamiento en la Presidencia y también para fomentar el sentimiento de la unidad nacional, no nos faltan motivos para despertar conciencia patriótica y admiración por los conductores ejemplares que tuvimos en otros tiempos y que tanta falta hacen ahora. Urge que aparezca uno con visión y sentido suficientes para poner “la patria por encima de los partidos”, como lo proclamó Benjamín Herrera, el líder militar y político que dio ejemplo al romper su espada y firmar la paz con sus adversarios en uno de los momentos más críticos de nuestra historia, y a quien la muerte sorprendió cuando estaba cerca de llegar a la Presidencia.