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La costumbre genera el menosprecio. Sólo cuando perdemos aquello que teníamos es cuando comenzamos a valorarlo. Sucede con los las personas que amamos, con las cosas que poseemos o los lugares que habitamos. Y eso es precisamente lo que sucede con nuestro planeta. Habitamos un planeta único: un lugar lleno de elementos tan distintos que van desde un coral a un león, dos seres tan diferentes que comparten algo en común: la vida, están vivos y hacen parte de un sistema mucho más grande llamado la Tierra. Esta, para mí, es la definición de biodiversidad. Si lo pensamos bien, es un privilegio habitar la Tierra y además ser testigo de su encanto que es la vida y los ecosistemas que habitamos.
Siempre que mi madre ve un atardecer me dice: “Si esta belleza sucediera una vez cada mil años, todos estaríamos expectantes; sin embargo, sucede cada día”. Lo mismo que sucede con la naturaleza. Vivimos en una época caracterizada por el individualismo y la competencia desleal, en una sociedad que van tan rápido que ya no tenemos ni noción del tiempo, en la que se prioriza el beneficio y el rendimiento económico sobre la propia vida de miles de seres humanos. Este modelo de sociedad que no valora la vida nos ha llevado a una situación sin prescendentes: una guerra abierta contra la misma.
Este no es un concepto abstracto, es un concepto literal. Le hemos declarado la guerra a la vida: lo vemos cuando cada año se talan cientos de miles de hectáreas de bosque, cuando se vierten ingentes cantidades de plástico a los mares, cuando cada día miles de niños mueren en la tragedia de la guerra. El problema no es ni la guerra, ni el cambio climático, ni la contaminación: el problema es una mentalidad que le concede mayor valor al dinero que se produce por el expolio y el despojo de la tierra que a la misma vida.
El problema, incluso aún más grave que lo anterior, es que acabar y vender el futuro, presente y la vida digna de miles de personas con el fin obtener réditos individuales parece un acto aclamado y celebrado por muchos. Esta época, además, es una época en donde se ha perdido el reconocimiento de los consensos. Hasta hace poco tiempo proteger los ecosistemas del plástico y optar por otras opciones era un consenso, pero ahora Trump celebra el regreso de los pitillos de plástico; hasta hace unos meses la necesidad de defender los derechos humanos era un consenso pero hoy es tildado de woke.
Por eso, el Día de la Tierra es una ocasión para recordar que, más allá de todas las diferencias que podamos tener, vivimos en un mismo planeta, y si este sucumbe, aunque las mayores consecuencias las llevarán y de hecho ya las están llevando poblaciones históricamente vulneradas como las mujeres y los niños y niñas, al final todos seremos afectados. Que este Día de la Tierra sea el momento para pasar de lo individual a lo colectivo; que nos permitamos entender la vida como un espacio para la cooperación y la solidaridad, y que evoquemos emociones que nos lleven movernos por el cuidado del planeta y no hacia su destrucción. Que este Día de la Tierra sea un momento para iniciar un cambio de paradigma que nos permite valorar lo que realmente importa.
* Activista climático.