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El asesinato repudiable y condenable de Charlie Kirk profundizó la controversia entre una opinión legítima y la promoción del discurso de odio. Las redes sociales están inundadas de personas acusándose unas a otras de promover un “discurso de odio”. El peligro de eso es que se termina banalizando lo que significa esa expresión. Esto es grave porque la apología al odio está llamada a ser prohibida por ley según el artículo 20 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos.
Siguiendo al profesor Jeremy Waldron de la Universidad de Nueva York, que escribió un extraordinario texto al respecto (The Harm in Hate Speech, Harvard University Press, 2014), el discurso de odio podría definirse como toda expresión pública que degrada, intimida o incita a la exclusión de un grupo de personas en función de características inmutables como su origen, raza o religión. Quizás el ejemplo más claro y más extremo de discurso de odio se dio durante el genocidio en Ruanda, cuando en la Radio Télévision Libre des Mille Collines (RTLM) se llamaba “cucarachas” a los tutsis y se incitaba públicamente a exterminarlos.
El punto central del discurso de odio no es la emoción de quien lo promueve. Es decir, el problema no es si alguien tiene mucha animadversión o intolerancia o está lleno de resentimiento. Lo que importa es lo que busca producir con sus palabras: degradación, incitación, exclusión de personas por su pertenencia a un grupo social o, en el peor de los casos, su exterminio.
Ahora bien, la erosión de la dignidad de las víctimas de discursos de odio no se percibe siempre de inmediato. Waldron describe este fenómeno como un “veneno de acción lenta” que poco a poco intoxica el debate democrático. Ese veneno actúa de varias maneras. Primero, socava la seguridad de las minorías que dejan de confiar en que serán tratadas como iguales. Segundo, convierte el debate público en un lugar hostil y desalentador para las minorías objeto de ataque. Finalmente, crea un espacio simbólico de exclusión que anima a los intolerantes y recuerda a las minorías que su lugar en la sociedad está siempre en entredicho.
Dicho lo anterior, no todo lo que resulta ofensivo o irritante es discurso de odio. En una democracia, las críticas a los poderosos —incluso cuando son duras, vulgares o hirientes— forman parte del reino de la opinión. Por ejemplo, cuando se cuestiona la capacidad o probidad de un gobernante, incluso en los términos más ordinarios. Lo anterior, siempre y cuando no estén realmente dirigidas a atacar la dignidad de un grupo. Los comentarios públicos que hacía Charlie Kirk ayudan a distinguir esta frontera. En alguna ocasión, por ejemplo, refiriéndose a la ex primera dama Michelle Obama y la magistrada Ketanji Brown Jackson, sostuvo que las mujeres negras carecen de la capacidad intelectual suficiente para ser tomadas en serio. En otro registro, señaló a un grupo de judíos como responsables de financiar el “marxismo cultural” en Estados Unidos, repitiendo así un tropo antisemita clásico que presenta a los judíos como conspiradores que corrompen la vida pública y financian a los enemigos de la libertad. Estas afirmaciones no eran simples opiniones o insultos a los poderosos: eran mensajes dirigidos a asociar características inmutables de esas personas (su raza o su pertenencia étnica) con representaciones de peligro, trampa, deslealtad y, por tanto, como potenciales enemigos de la república. Eso, sin duda, constituye un discurso de odio.
Reconocer lo anterior, por supuesto, no equivale a justificar su asesinato. Soy un férreo opositor a la pena de muerte y, más aún, a la justicia por propia mano. Incluso iría más allá y, para que quede absolutamente claro: nadie merece morir por lo que dice, ni siquiera cuando difunde discursos de odio.
Aclarado ese punto, es necesario saber distinguir entre discurso de odio y simple opinión para poder proteger tanto la libertad de expresión como la igualdad y dignidad de todos los ciudadanos. Las democracias más sólidas, por ejemplo, han diseñado sanciones específicas contra el discurso de odio. En Alemania, Canadá o Francia, por ejemplo, el discurso de odio puede conllevar multas, retiro de contenidos o, incluso, unos meses de prisión. Esas regulaciones no buscan castigar emociones, ni censurar a gran escala, sino frenar expresiones específicas que socavan la dignidad y la seguridad de grupos vulnerables. Esa distinción, aparentemente abstracta, marca la diferencia entre una sociedad que busca regular la cortesía y una que verdaderamente está convencida de la igualdad de sus ciudadanos.
Por eso resulta indispensable evitar la banalización del concepto que vemos a diario en redes sociales. Cuando señalamos como propagador de discurso de odio a una persona porque simplemente nos irrita, entregamos munición a quienes realmente lo propagan. Si perdemos la capacidad para reconocer cuándo alguien está atacando ideas y cuándo está degradando la dignidad de grupos enteros, estaremos entonces en grave peligro de llevarnos por delante las bases mínimas de convivencia democrática y, en últimas, de la civilidad.