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“Si salvamos el océano, salvamos nuestro planeta”

Columnista invitado EE y Diego Beamonte Cosín*

16 de mayo de 2025 - 02:13 p. m.

En la celebración de sus 99 años, Sir David Attenborough ha pronunciado quizás el mensaje más potente de su vida. Su voz, que durante décadas ha narrado la belleza y la fragilidad del planeta, nos reclama ahora con una mezcla de sabiduría, urgencia y despedida. El océano, dice, debe entrar en nuestras vidas. Porque sin océano no hay clima, no hay alimento, no hay futuro.

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Este llamado coincide con un punto de inflexión: junio de 2025 será el mes en que el océano se convierta en el epicentro simbólico de la arquitectura global del desarrollo sostenible. Una secuencia de encuentros científicos, financieros y multilaterales en Francia y Mónaco precederá a la Tercera Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Océano (UNOC 3). Pero más allá de los discursos, lo que verdaderamente marcará el rumbo será la capacidad de transformar la voluntad política en mecanismos reales de gobernanza, financiamiento y acción.

Entre los compromisos que se anunciarán en Niza destaca la adopción del Plan de Acción Oceánica, que incluirá metas a 2030 y una larga lista de compromisos voluntarios. Aquí conviene hacer una pausa: los compromisos voluntarios, aunque necesarios para generar impulso, suelen carecer de mecanismos de verificación y financiamiento concreto. Muchos se anuncian, pocos generan impacto. Por eso, la verdadera esperanza de cambio no está en el número de compromisos que se proclamen, sino en la puesta en marcha efectiva del Tratado BBNJ.

El Tratado sobre la Biodiversidad Más Allá de la Jurisdicción Nacional (BBNJ, por sus siglas en inglés) se adoptó en 2023 tras casi dos décadas de negociaciones. Este busca regular el uso y la conservación de la biodiversidad en aguas internacionales, que cubren más del 60 % del océano global y han permanecido, hasta ahora, como un vacío legal y político. Sin reglas claras, la alta mar ha funcionado durante décadas como un espacio de aprovechamiento sin obligaciones, donde la pesca industrial, la prospección y otras actividades extractivas han crecido sin límites ni transparencia.

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El Tratado BBNJ pretende cerrar ese vacío. Pero su promesa no radica solo en crear nuevas normas, sino en cambiar la lógica del océano como territorio sin dueño hacia una visión de bien común global con mecanismos reales de protección, equidad y corresponsabilidad.

Este tratado crea un antes y un después: por primera vez, se establece un marco vinculante para crear áreas marinas protegidas en alta mar, regular el acceso y reparto de beneficios de los recursos genéticos marinos, y exigir evaluaciones de impacto ambiental para actividades industriales más allá de las fronteras nacionales.

Pero firmarlo no basta. La implementación del BBNJ requiere tres cosas:

  1. Ratificación por al menos 60 países para entrar en vigor.
  2. Financiamiento específico para apoyar a los países en desarrollo en su cumplimiento.
  3. Integración con otros tratados ya existentes, evitando duplicidades y vacíos.

La UNOC 3 representa el primer gran test político para demostrar si el BBNJ será solo otro acuerdo multilateral que se celebra en abstracto o una herramienta concreta para frenar la pérdida de biodiversidad, mejorar la equidad entre países y ordenar el desarrollo económico en el océano. En este contexto, América Latina tiene un rol clave que jugar: exigir que el tratado se active, se financie y se aplique con criterios de justicia climática y transparencia.

En este contexto, Colombia no puede ser solo espectadora. Tiene una costa que abarca dos océanos, ecosistemas únicos como los de la Alta Guajira y el Pacífico tropical, y comunidades costeras —pesqueras, afrodescendientes e indígenas— que enfrentan los impactos del cambio climático sin los recursos ni la atención que precisan. La pesca artesanal, por ejemplo, sigue operando con bajos niveles de formalización, asistencia técnica e infraestructura, mientras grandes flotas extranjeras extraen recursos más allá del radar público.

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Colombia ha firmado el BBNJ, pero aún no lo ha ratificado. Hacerlo, y hacerlo pronto, sería más que un gesto diplomático: sería un mensaje claro de compromiso con un modelo de desarrollo oceánico más justo, participativo y alineado con la ciencia. También sería una forma concreta de proteger sus intereses estratégicos frente al creciente uso industrial de la alta mar.

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Junto al BBNJ, otros eventos enriquecerán la agenda de junio. El One Ocean Science Congress pondrá al día la evidencia científica sobre el cambio climático marino, la salud y la biodiversidad. El Blue Economy and Finance Forum, en Mónaco, procurará movilizar capital hacia la restauración de hábitats y energías renovables. Y la Ocean Rise & Coastal Resilience Coalition discutirá mecanismos financieros de largo plazo para ciudades y comunidades costeras amenazadas por el aumento del nivel del mar.

Pero el riesgo es claro: que todo se quede en una nube de iniciativas, promesas y coaliciones sin mecanismos reales de coordinación, seguimiento o impacto. Por eso, este no es solo un debate ambiental. Es una disputa geopolítica, tecnológica y ética sobre quién escribe las reglas del océano en el siglo XXI.

Colombia –y América Latina y el Caribe en su conjunto– no pueden llegar tarde a esa conversación. No para sumar compromisos simbólicos, sino para posicionarse con claridad en los temas que más les afectan: gobernanza equitativa, financiamiento adaptado, inclusión de colectivos locales y representación efectiva en los mecanismos globales de decisión.

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Attenborough no nos pide nostalgia. Nos pide valentía. Y en este momento global, la valentía se traduce en capacidad política, técnica y diplomática para que el océano no solo entre en nuestras vidas, sino también en nuestras decisiones. Porque el océano no puede seguir siendo una víctima muda de nuestra indiferencia, sino un protagonista de nuestro futuro colectivo.

Por Diego Beamonte Cosín*

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