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Escribo estas líneas a pocas horas de haberse confirmado la victoria de Donald Trump en la carrera presidencial estadounidense. Reconozco que mantuve hasta el final la esperanza de no tener que hacer esta columna, pero es inevitable. Tan inevitable como la penalidad que le espera a una especie víctima de una amnesia histórica: el castigo de tener que repasar, una a una, las miserias que creía ya haber superado. El círculo ya se cerró, y comenzamos a pisar las huellas que nosotros mismos dejamos en campos de guerra, creyéndonos la promesa de que vamos camino hacia el futuro.
Hace 100 años, el surgimiento de discursos abiertamente fascistas, racistas y nacionalistas —si no resultan siendo, en últimas, lo mismo— en el mundo fue lo que pavimentó el camino hacia la Segunda Guerra Mundial. La idea de una “raza” superior cautivó los corazones y los estómagos de gentes que creían que el mundo estaba en deuda con ellos, gestando así turbas furiosas con un triple corazón: Roma, Berlín y Tokio. El expansionismo nazi no conocía límites; la apología al líder italiano iba en auge; la bravuconería japonesa parecía ser el camino. Los conflictos locales se volvieron regionales, y estos a su vez se volvieron globales.
El escenario actual no es muy diferente. La Sociedad de Naciones surgida tras la Primera Guerra Mundial parece haber sido un presagio del destino de la Organización de Naciones Unidas (ONU), fundada en 1945: un sueño pasivo, idealista y excluyente. Hoy el multilateralismo parece no tener importancia. ¿Por qué la tendría? Rusia puede —y va a— comerse el territorio ucraniano, homenajeando así la delirancia de su gran dictador. Por el mismo camino va Israel, mientras nuestras pantallas telefónicas nos muestran lo que queda de los niños en Palestina, un Estado víctima de la indiferencia global desde 1948. El Derecho de Guerra o Derecho Internacional Humanitario dejó de existir, si fue que alguna vez lo hizo, pues ya nos dimos cuenta de que, si se es lo suficientemente —respaldado por algún— poderoso, se puede hacer lo que sea. El genocidio de Ruanda lo advirtió, y hoy conocemos perfectamente cuáles son los países donde hay prácticas sistemáticas violatorias de derechos humanos, y sabemos perfectamente que nadie va a hacer nada al respecto. Parece que nos resignamos a, en vez de rechazarlas, llamarlas “la mano dura necesaria”.
Hace poco más de 100 años, el sufragio femenino en Estados Unidos comenzaba a ser una realidad. Hoy ya no importa: ganó un hombre blanco que va a decidir en contravía a sus derechos sexuales y reproductivos —esto sin mencionar su condena por abuso sexual y abierta misoginia—. Las luchas por los derechos civiles hoy hacen parte de antologías de mitos y leyendas; parecen un cuento que fácilmente pudo no haber sucedido y que es, en cambio, un “invento de la Agenda 2030″.
La llegada de la imprenta sirvió para promover declaraciones de derechos universales. Hoy las redes sociales, direccionadas al antojo de sus lamentables jefes, nos hacen creer que estos derechos son solo de algunos pocos, y volvemos así a la narrativa de razas. La cultura de la inmediatez y la nula reflexión tienen hoy a mi generación de jóvenes adultos cercados entre ancianos convencidos de la prelación de lo anticuado, y niños que crecen pensando que, entre más “políticamente incorrecto”, más valeroso frente al fantasma de la modernidad.
Lamento profundamente tener que presenciar el entierro de las luchas que en mi adolescencia parecían imponerse en un mundo “más y mejor informado”. Sin más, dejo entonces que vuelvan los grandes dictadores que retrató Chaplin; que el viento se colme de frases de odio; que los suelos se bañen de sangre inocente, mientras los ricos se secan sus lágrimas falsas con dólares de indicador favorable.
