No sé qué pensar. Si por un lado los contradictores del presidente Petro no se atemperan y proponen coaliciones para boicotearlo, que no confrontarlo, el propio presidente tampoco lo hace. Todos hablan de diálogo, de comisiones para dialogar, de subcomisiones para dialogar, pero nadie dialoga. Dialogar supone que en algún momento la razón pueda venir del otro. No se dialoga para reforzar las creencias previas. Se dialoga para someterlas al escrutinio de la contraparte honradamente. Pero no. Lo que uno ve es que de lado y lado se descalifican por sistema, porque lo dice Petro o uno de los suyos o porque lo dice uno de los otros.
La política, como lo señala su esencia, está orientada al bien común, al interés común, a la común convivencia. Hace años, en el paraninfo de la Universidad del Cauca, en el marco de un congreso de educación, unos indígenas le dieron a todo el mundo una lección de política. Habían sancionado socialmente a unos miembros de su comunidad porque rompieron el acuerdo de pescar alevinos en las manas de agua, poniendo de esa manera en riesgo la alimentación de todos por impedir su crecimiento y reproducción. Y lograron escucharse y honrar los acuerdos y la palabra empeñada. Nosotros no. Como buenos sordos deliberados, cada bando afila los juicios de valor y reconoce entre poco y nada algo de los de enfrente. Y al revés. A propósito, le agradezco en nombre de la sana política a David Luna porque reconoció el valor del presidente de haberse quedado a oír el discurso de la oposición. Nunca había pasado. Nunca. Un paso apenas, pero un paso.
Recuerdo hace más de cuarenta años el ejercicio exitoso de democratizar España (con sus bemoles por supuesto), que la transición de la UCD presidida por Adolfo Suárez después de casi cuarenta años de franquismo llevó a cabo. En 1978 escribieron su Constitución (la primera en décadas), y luego de su gobierno en 1982 es elegida la izquierda para gobernar y luego es reelegida. Y el PSOE de Felipe González logró desactivar los prejuicios y los miedos que suponían los cambios que la sociedad española pedía. Lo digo porque lo viví. Y no digo que sea lo mismo. Obvio que no. Comparo los miedos y las reacciones solamente: “¡Socialistas al poder, no puede ser!”, “¡La izquierda al poder cómo nos pudo haber pasado!”. En aquella época vivía en el barrio de Vallecas (por entonces la Rusia de Madrid), y los grafitis eran memorables: “nos están meando y dicen que llueve”, “enhorabuena europeos ya sois españoles”, “ni putas ni santas”, “menos policía más diversión”, y la clásica “basta de tomar el ascensor, tomar el poder”, entre otros. Sé que hay heridas de la fratricida guerra civil que aún no han cicatrizado totalmente y viví episodios de la violencia etarra que aborrecí como aborrezco los nuestros. Sin embargo, desactivar los prejuicios es una condición básica para conversar.
Cuando digo que voté por Petro y que es la primera elección que he ganado en mi vida y quizás la única, ya algunos de mis amables interlocutores aquí en Casanare no me miran desde el desacuerdo, que sería lo natural, me miran desde la desconfianza o la piedad. Sé que el presidente no se ayuda. Sé de sus salidas grandilocuentes, de sus escándalos, de sus ausencias injustificadas, de que ha cambiado casi todo el gabinete en menos de un año, en fin, de sus yerros. Pero estamos a punto de decir que el asalto a una tienda en cualquier lugar o el robo de una bicicleta es culpa de la Paz Total del presidente Petro. Y pues no.
*Rector del Gimnasio de los Llanos