Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Si los resultados se confirman, Joe Biden será el próximo presidente de los Estados Unidos de América. Pero el resultado, que probablemente estará sometido a un nuevo conteo, no puede opacar el fracaso del Partido Demócrata, y por ende, de la socialdemocracia en general, absolutamente perdida y sin proyecto.
Los resultados de las elecciones en Estados Unidos nos dejan un mensaje muy claro e incómodo emitido por los desheredados de la globalización y las clases medias precarizadas, hacia las élites culturales y el establecimiento: el sistema no nos representa. El Brexit, el ascenso de los nacionalismos, de los populismos y de los independentismos en Europa, junto con los buenos resultados de Trump (contra todo pronóstico y a pesar de la derrota), evidencian la profunda decadencia del antiguo orden en Occidente, en todas sus facetas, tal y como lo hemos conocido en las últimas décadas. Ni tan siquiera, la esperpéntica gestión de la pandemia por parte del presidente ha impactado en sus apoyos. No hablamos de política.
¿A qué se debe esta desconexión entre una parte tan importante de la ciudadanía de base y el establecimiento clásico, que ha gobernado las democracias liberales en las últimas décadas? Hay que hacer autocrítica. Una parte considerable del establecimiento se ha convertido en una élite cultural infumable, económicamente acomodada, políticamente correcta y más preocupada de modelar la nueva ética y la moral del siglo XXI, que en ofrecer respuestas a los desequilibrios que la globalización ha generado dentro de las sociedades. El oasis de privilegios, accesos y beneficios del que gozan un reducido grupo de privilegiados de la globalización (de derecha a izquierda y de izquierda a derecha) no tienen nada que ver con la realidad de la mayoría de una comunidad global empobrecida, aún más si cabe, en el medio de una pandemia que ha desnudado un sistema insostenible. La socialdemocracia global no tiene proyecto. Y no lo tiene, ni para el Corredor del Cactus en Estados Unidos, ni para el agricultor inglés en Manchester, ni para el payés catalán de Girona, ni para el tendero de Budapest o el obrero de Varsovia.
La izquierda moderada debería reflexionar y valorar si su agenda es la de las reformas o es la de la revolución. Es necesario que las élites culturales y el establecimiento escuchen a los desheredados de la globalización y desarrollen un modelo creíble, que contrarreste el capitalismo depredador e introduzca matices sustanciales a las nuevas ideologías. Más política de verdad, menos postureo y menos sectarismo. New York y San Francisco no pueden ser la referencia, ni lo podrán ser nunca, al menos para la mayoría. Al igual que no lo serán Londres, París o Berlín. Necesitamos un modelo más sencillo, que sea comprensible y beneficioso para todos. Bajémonos del pedestal.
Las nuevas ideologías que determinan la agenda política, social, económica y cultural en nuestros días (globalismo, multiculturalismo, igualitarismo, ecologismo y feminismo) reclamadas con gran vehemencia desde sectores de la élite intelectual, han sido abrazadas como un salvavidas por la socialdemocracia, ante la ausencia de un proyecto transversal. Estas agendas están siendo manejadas de una manera poco inteligente y se han convertido en elementos polarizantes. Son impuestas como dogmas de fe (política de la cancelación) y se han convertido en algo innegociable en la esfera pública. Estos atributos invalidan su mensaje para mucha gente, alimentan reacciones contrarias y exacerban el enfrentamiento. Todo o nada. Una agenda política sin puentes y de máximos. Personajes como Trump saben sacar partido de esto ante un electorado que no ha estudiado en Harvard. En el fondo, estamos frente a una guerra de orden cultural de baja estofa, que ha abandonado los problemas centrales de la gente y el diálogo como método.
Seria conveniente refundar ciertas bases. La socialdemocracia debe estrechar lazos con el mundo conservador, en Europa con la democracia cristiana y Estados Unidos con un partido republicano a la deriva. Nada tienen que ver estos sectores conservadores, en sus esencias, con personajes tan lamentables como Trump. Los mejores momentos de Europa y de los Estados Unidos (para los ciudadanos) tuvieron lugar cuando ambas corrientes (conservadores y socialdemócratas) fluían de la mano, con pactos sobre el fondo y con una visión común de los pilares que sostienen a las sociedades democráticas y libres. No es que fuera el sistema perfecto, pero sí el que mejor ha funcionado, en términos de paz social. Nadie niega la complejidad de las actuales democracias, el valor de las expresiones existentes y la dificultad de los problemas a los que nos enfrentamos, pero la gestión de la complejidad requiere principios comunes que hoy no existen, que hoy han sido invalidados por los extremos y los nuevos dogmatismos. Más que nunca, se requieren amplias mayorías para llegar acuerdos en lo esencial.
Como nos ha explicado el filósofo coreano Byung-Chul Han en su último ensayo (“La desaparición de los rituales”), vivimos inmersos en una profunda transformación de las relaciones humanas ante la desaparición de los rituales y de las formas, que han constituido nuestro marco referencial como individuos y como sociedad. Hoy vivimos en una sociedad distinta, más compleja y alejada de la solidez que ofrecía la tradición, entendida esta no solo como un compendio de valores conservadores, sino como un conjunto de normas no escritas para relacionarnos, para comunicarnos, para ordenar nuestros problemas como comunidad y para buscar soluciones de conjunto. Los principios comunes.
Si algo ratifican los resultados electorales en los Estados Unidos es que ese mundo ya no existe. Urge reconstruirlo. No hay mucho realmente que celebrar, aunque tengamos un nuevo inquilino en la Casa Blanca.