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En Colombia, pocas cosas indignan tanto como ver vulnerados los derechos de un niño. Y, sin embargo, episodios como el ocurrido recientemente en un showroom de alquiler de vestidos en Bogotá muestran que, en pleno 2025, seguimos conviviendo con prácticas comerciales que tratan a madres y bebés como incomodidades antes que como personas.
La escena es sencilla, cotidiana y profundamente reveladora: una madre acude a una tienda tendencia en el país a alquilar un vestido de diseñador. Un espacio elegante, cuidadosamente curado, lleno de detalles estéticos pensados para que la experiencia sea impecable. Pero lo impecable se detiene en el punto donde empieza la realidad humana: un bebé de cuatro meses necesita un cambio de pañal.
Lo que debía ser un trámite rápido terminó convertido en una cadena de negligencias disfrazadas de “protocolos”. La empleada, antes de permitir un cambio de pañal, necesitó “pedir autorización”. La autorización llegó, pero para usar un baño sin cambiador, solo con lavamanos y sanitario. Ante la petición de un lugar seguro, la respuesta, casi burocrática fue: “Ese es el lugar autorizado”. Un bebé de cuatro meses. Un baño sin condiciones. Una madre suplicando sentido común.
La historia sigue con una mezcla de angustia y absurdo: ante la negativa, la madre pide la devolución del dinero. Solo entonces llega una nueva “autorización”: ahora sí se puede usar el sofá del showroom. Pero ya habían pasado minutos preciosos, y la necesidad apremiaba. El resultado es tan indignante como predecible: el bebé terminó lesionado, con una quemadura de pañal, porque tuvo que ser cambiado en el parqueadero. El parqueadero. En un país donde la Constitución proclama que los derechos de los niños prevalecen sobre los derechos de los demás, una tienda de moda de alta gama no pudo ofrecer ni un metro cuadrado digno para atender a un bebé.
Lo más alarmante no es la falta de un cambiador, que ya de por sí habla de la desconexión entre comercio y realidad social, sino la incapacidad de la marca para responder con empatía, criterio y humanidad. Las decisiones se tomaron con la frialdad de quien teme más por un mueble que por un niño. Y ahí está el problema: cuando los objetos valen más que las personas, cuando la estética pesa más que la dignidad, cuando una tienda que vive de mujeres trata a una madre como una molestia logística, algo está profundamente roto.
El caso no es aislado. Madres en toda Colombia reportan situaciones similares en restaurantes, tiendas, cafés, centros de estética y boutiques que parecen diseñadas solo para quienes no cargan un coche, no cargan un bebé y no cargan las necesidades reales de la maternidad. Pero la maternidad existe. Llora, demanda, necesita. Y un país moderno debe adaptar sus espacios para recibirla, no para expulsarla.
La moda colombiana se quiere ver global, sofisticada, actual. Bien. Pero la verdadera modernidad no está en las marcas de los vestidos ni en la decoración de un showroom. Está en los protocolos de humanidad. En comprender que una madre con un bebé no es un estorbo: es una cliente, una ciudadana, un ser humano que merece respeto. Está en entender que un cambiador no es un lujo; es infraestructura básica. Que la infancia no es negociable. Que la empatía no necesita autorización.
Si queremos un país más justo, más amable y más consciente, el cambio comienza por lo mínimo: un lugar seguro para un bebé. Y, sobre todo, una respuesta digna para una madre. Lo que ocurrió en ese showroom no es solo una anécdota desafortunada; es un síntoma de una cultura que todavía mira a las madres con lupa y a los bebés con desdén.
La pregunta es simple y urgente: ¿qué tipo de sociedad queremos ser? Una que protege a la infancia o una que protege sus sofás. Una que acompaña o una que expulsa. Una que entiende o una que autoriza.
En la respuesta se juega mucho más que un cambio de pañal. Se juega quiénes somos. Y, sobre todo, quiénes queremos ser.