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De ser legal la producción de hoja de coca, inicialmente con fines de investigación, desarrollo e innovación, Colombia podría reducir 25 % de la deforestación y desarrollar productos de alto impacto en la industria farmacéutica.
Esta posibilidad lleva décadas bloqueada, por más de 100 años de estigmatización desde el Harrison Narcotic Act de 1914, la Convención Única de Estupefacientes de 1961, y la muy costosa lucha antidrogas lanzada en 1971. Solo por este estigma, y desde que Sigmund Freud y sus colegas dejaron de experimentar con cocaína como fármaco en el siglo 19, ningún estamento científico hace investigación en el tema. Así se ha impedido el desarrollo de la bioeconomía de la coca en todas partes, y gravemente en un gran productor: Colombia.
La idea de bioeconomía es una vieja cura al uso de fuentes de energía y materiales no renovables como el petróleo, pero en Colombia sigue siendo extraña. Imaginen que todo lo que consumimos a diario —ropa, bolsas de plástico, gasolina para vehículos, fármacos, detergente y otros— no derivaran del petróleo, sino de fuentes biológicas. Que nuestra basura se reutilizara al 90 %, y el 10 % que va a la basura se degradara en 40 días. La bioeconomía genera una producción y consumo diario de bienes y servicios sin causar impactos a la salud humana y ambiental del planeta.
Ahora imaginen que la planta de coca, una especie tan natural como las otras, entra a la legalidad como fármaco bajo esta idea de bioeconomía. De esta manera comenzaría el fin de la historia de crimen, muerte y corrupción política que hay detrás de los 5.400 dólares por hectárea que produce esta planta en muchas zonas olvidadas de Colombia.
Si como primer paso hacia la legalización se pudiera investigar e innovar con la hoja de coca, la historia que conoceríamos sería muy diferente. Ni siquiera conoceríamos la hoja, sino las cápsulas de 250 ó 500 mg, o las ampollas, y la dosis para niños. Tal vez tendríamos coca en el nochero contra el guayabo. Para el país, la hoja de coca sería una biomedicina industrial, no narcotráfico.
Tampoco tendríamos la tragedia ambiental de la hoja de coca. Pues poco sabe el público de cuántos jaguares y monos de selva tienen que morir para producir esos 5.400 dólares por cada hectárea, que sumadas representan un cuarto de las áreas deforestadas del país, y que además reciben 3,5 millones de toneladas anuales de 33 tipos de fertilizantes, 17 herbicidas y 28 pesticidas. Quienes proponen bioeconomía como cura al calentamiento global tienen razón, pero quienes proponemos curar el narcotráfico con bioeconomía ¡tenemos urgencia!
De nuevo, todo el mal que produce la coca en el mundo es solo producto de su ilegalidad, pues ni para experimentar, ni para producir sus fármacos derivados se necesitaría tumbar 204 mil hectáreas de selva colombiana. De hecho, si por razones de bioeconomía, la siembra y producción de coca fuera legal, se trabajaría en invernaderos, como se producen las flores, con mucho mayores posibilidades de control ambiental y regulación económica y social.
Colombia puede no tener el poderío de EE. UU. en la industria farmacéutica, pero tiene un chance; inmensos recursos genéticos de especies de biodiversidad, como la coca y el Yagé. Si aun no me creen, pregúntenle a Loren Miller, dueño de los laboratorios International Plant Medicine Corporation de California, a quien por la presión de organizaciones indígenas de la Amazonia le reversaron la patente del Yagé en la oficina de patentes de Estados Unidos en 1999.
De no haber sido así, hoy el Yagé estaría en la Bolsa de Nueva York tributándole a la bioeconomía privada de Miller, no a la de los pueblos indígenas amazónicos.
Me queda la pregunta: ¿Será que la obsesión de los países europeos con la bioeconomía está creando un gran momento económico para Colombia que aún no vemos?