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Miguel Urrutia era una persona amable, de buenas maneras, distinguido y culto. Un caballero a carta cabal. Tenía clase, según suele decirse. La simple apariencia física, tanto como el tono de su voz, lo denunciaban en tal sentido. Parecía un digno representante de la vieja Santa Fe, miembro de una de las mejores familias, con aires de nobleza.
Todo eso, sumado a una sólida formación económica -¡en las mejores universidades de Estados Unidos!- y de tipo intelectual, en diversas áreas del conocimiento científico y las artes, además de los importantes cargos que ocupó (ministro de Minas, director de Planeación Nacional, gerente del banco central…), lo hacían ver distante, solemne, acaso orgulloso, soberbio. Pero…
Tal era la impresión de quienes no le conocieron de cerca y solo veían su imagen por televisión, donde a duras penas sonreía. “Es muy serio”, comentaban sus críticos, que nunca faltan. Y él sonreía de nuevo, con algo de ironía en sus labios, cuando alguien le hacía eco, en su presencia, a dicha opinión.
Detrás de su sonrisa, sin embargo, podía adivinarse el buen humor que le caracterizaba. Humor sin carcajadas, por cierto. O, al menos, no de su parte. Un humor fino, más bien intelectual y sobre temas ídem, como era de esperarse. Así tuve ocasión de comprobarlo en múltiples ocasiones, especialmente cuando algún día lo entrevisté sobre su vida y obra.
Admitía, por ejemplo, que él era un historiador económico, igual que varios de sus colegas: Perry, Ocampo, Juan Camilo (Restrepo), Kalmanotivz y Junguito, entre otros. “Es un vicio colombiano”, remataba diciendo, como si aquella tendencia intelectual no fuera una virtud, sino todo lo contrario. “Partida de viciosos”, dirá alguien.
Se preciaba, en cambio, de no haber sucumbido al “sarampión” marxista que atacó, en la década de los sesenta, a muchos miembros de su generación, quienes coquetearon con la izquierda, militando en ella a la luz del materialismo histórico. Y “a quien le caiga el guante…”.
Era conservador, pero se volvió llerista cuando fue ministro, sin ser nunca cepalino, estando más cerca, sí, del neoliberalismo, más aún cuando le tocó poner en marcha, desde el banco central, la apertura económica en tiempos del revolcón de Gaviria. Esto, como resulta apenas obvio, no es un chiste.
Sí pensó que era un chiste -nos confesaba-, cuando el rector de la Universidad de Naciones Unidas, en Tokio, le ofreció ser su vicerrector; él mismo se negaba a creer que fuera cierto, sin aceptar siquiera la tentadora oferta. Por fortuna, fue su esposa quien le convenció de irse al Japón, según lo admitía sin vergüenza.
Admiraba, de hecho, la cultura japonesa y su historia económica, la misma que le permitió a tan pequeña isla dar el anhelado salto al desarrollo, gracias -explicaba, cual profesor universitario- a “copiar” bien, mejorando lo hecho en Estados Unidos y Europa, especialmente en las modernas tecnologías.
“Y usted -le pregunté, con respeto-, ¿qué copió a los japoneses durante los tres largos años que estuvo allí?”. Su respuesta no pudo ser más graciosa, formulada con toda la seriedad del caso: “Ni siquiera al final entendía más japonés que cuando llegué”.
Esperemos a ver qué aprende en el más allá. O, para no ir tan lejos, qué tanto le aprenderán sus nuevos alumnos, aquellos que habrán de leer sus libros, como textos de estudio, sobre historia económica, cuando ya ni la historia se enseña en escuelas y colegios, situación que él lamentaba mucho, sin sonrisa a la vista.
(*) Exdirector del periódico La República
Por Jorge Emilio Sierra Montoya*
