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El ascenso de León XIV no fue simplemente un asunto interno de la Iglesia. Fue un gesto cuidadosamente leído desde el sur global, una irrupción ética en la conversación tecnológica, y una afirmación silenciosa de que los símbolos aún tienen poder político.
La elección de un nuevo papa rara vez es solo una transición institucional. Es también una intervención en el lenguaje con el que el mundo se piensa a sí mismo. No por las doctrinas que reafirma, sino por los desplazamientos simbólicos que provoca. En el momento en que se anunció el nombre de León XIV, no solo comenzó un pontificado: se reordenó una parte del mapa de los significados globales.
Robert Prevost, el nuevo papa, no proviene del centro geográfico ni del molde institucional más tradicional del Vaticano. Nació en Estados Unidos, pero su historia vital se tejió en Perú, donde fue misionero, formador, obispo. Su biografía no responde a un perfil diplomático ni a una carrera curial clásica. Es el tipo de figura que crece en los márgenes del sistema, pero que, justamente por eso, conoce mejor que nadie los bordes y sus tensiones. América Latina no fue un destino, fue una raíz. Desde allí, y no desde los pasillos romanos, parece haber aprendido a mirar el mundo.
Hay algo estratégico en esa elección. No porque el Vaticano funcione como una cancillería, sino porque entiende —como pocos actores globales— la potencia de los gestos. En este caso, un papa que, sin renegar de su origen en el norte, reconoce la densidad histórica, simbólica y política del sur global, quizás será un líder que encarne, con naturalidad, la posibilidad de articular mundos antes separados: el orden institucional y la experiencia comunitaria, la racionalidad occidental y la sabiduría mestiza, la estructura jerárquica y el aprendizaje desde abajo.
Pero si hay un signo que creo concentra esa intención es el nombre elegido. León XIV no remite a cualquier tradición. Al asumir ese nombre, Robert Prevost se vincula directamente con León XIII, el papa que, en 1891, escribió la encíclica Rerum Novarum, en la que por primera vez la Iglesia asumió una posición clara frente a la cuestión obrera, el salario justo, los abusos del capital y la dignidad del trabajo. Fue, en su tiempo, un gesto disruptivo. Una entrada institucional en la discusión sobre los efectos sociales de la Revolución Industrial.
León XIV parece querer ocupar ese mismo lugar, pero en otro escenario. Ya no frente a las chimeneas del siglo XIX, sino frente a las plataformas digitales del siglo XXI. La revolución que nos atraviesa hoy no es de vapor ni de fábricas, sino de datos y algoritmos. Pero las preguntas de fondo persisten: ¿Qué es el trabajo cuando lo hacen máquinas invisibles? ¿Qué pasa con quienes quedan fuera del sistema? ¿Dónde se deposita el valor cuando el esfuerzo humano se vuelve prescindible?
No se trata, claro, de que el nuevo papa vaya a dictar políticas públicas sobre inteligencia artificial. Se trata, más bien, de que introduce una palabra incómoda en un debate que parecía colonizado por la técnica: la palabra dignidad. Mientras que las empresas, estados y laboratorios discuten sobre eficiencia, el nuevo pontífice recuerda que hay algo más elemental en juego. No el futuro del empleo, sino el sentido mismo del trabajo. No la automatización, sino la pertenencia. Y, en definitiva, no solo lo que producimos, sino para quién y con qué horizonte.
El peso político de esa intervención no está en su capacidad normativa, sino en su densidad simbólica. León XIV no necesita una bancada ni una cancillería para incidir en el discurso global. Le basta con desviar el foco, con reinstalar una pregunta, con humanizar una conversación que había sido secuestrada por el lenguaje de los mercados. En geopolítica, pocas cosas son tan eficaces como eso.
Pero hay otra palabra que atraviesa este pontificado desde el inicio. Una palabra que no es nueva, pero que en su voz adquiere un tono distinto: sinodalidad. Para muchos, un tecnicismo eclesiástico. Para otros, un modelo de liderazgo alternativo. Lo que propone León XIV, al insistir en ella, es una forma de ejercer la autoridad que no se impone desde arriba, sino que se construye caminando con otros. Escuchar, compartir, deliberar. No decidir solo, sino entre muchos. No desde la fortaleza, sino desde la vulnerabilidad compartida.
En una época donde las democracias se sienten frágiles y los autoritarismos seducen con su eficiencia aparente, esa idea de liderazgo puede parecer ingenua. Pero también puede ser, por lo mismo, profundamente transformadora. Gobernar desde la escucha, reconocer la pluralidad como fuente de legitimidad, ensayar nuevas formas de deliberación. No para replicar estructuras eclesiales en la política, sino para abrir la posibilidad de pensarla desde otro lugar. Uno donde la autoridad no emana del control, sino de la coherencia. Donde el poder no excluye, sino que convoca.
La sinodalidad, vivida así, puede funcionar como una gramática compartida. No un modelo cerrado, sino un horizonte: un lenguaje para instituciones en crisis, una pedagogía para sociedades fragmentadas. Y, en última instancia, una propuesta de convivencia en un mundo que parece girar cada vez más rápido hacia la polarización.
Ese mensaje tiene un eco particular en los debates sobre migración. León XIV no ha hablado aún de movilidad humana en términos explícitos. Pero su historia personal, su origen múltiple, su formación latinoamericana, lo convierten en una figura con una legitimidad singular para intervenir en esa conversación. No desde el lugar de quien observa, sino de quien ha habitado los cruces. De quien ha convivido con comunidades móviles, híbridas, desplazadas.
Nada de esto garantiza una transformación inmediata. La elección de León XIV no va a resolver las crisis del multilateralismo ni a corregir las asimetrías tecnológicas. Pero sí introduce una posibilidad. La de recuperar la potencia de los símbolos. La de reconocer que en un mundo saturado de información, una palabra dicha en el momento justo puede tener más impacto que un tratado. La de entender que, a veces, los gestos más simples —escuchar, compartir, caminar juntos— pueden ser también los más revolucionarios.
Quizás por eso su figura resuene más allá de los creyentes. Porque en tiempos de incertidumbre, una voz que no promete certezas, pero que se atreve a hacer preguntas difíciles, puede resultar inesperadamente poderosa.
*Álvaro Benedetti es consultor internacional. @bac.consulting
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Por Álvaro Benedetti
