Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta política.

La expiación de la memoria

Columnista invitado EE y Julián A. Fernández Niño

17 de noviembre de 2021 - 07:22 p. m.

Esta es una historia que siempre he querido contar, pero no tenía la valentía para hacerlo. Hoy, por fin, creo que es necesario.

El Espectador
Foto: El Espectador
PUBLICIDAD

No se puede borrar la impronta de la infancia. Es imposible. Podemos, si acaso, aspirar a la pérdida de la memoria, aspirar a que los hechos dolorosos se desvanezcan. Y, a veces, es por eso que optamos por dejar de contarlos: porque cada vez que se cuentan, se reviven.

Al ser contados, aunque se transforman, ya no son el hecho en sí, sino su narración, y esta termina imperando. Pero, la verdad, ese relato puede doler tanto como los hechos mismos. Por eso el olvido es siempre una alternativa.

Sin embargo, los hechos no dejan de haber sucedido porque los olvidemos. Cargamos con su peso. Aun cuando puedan ser ignorados, están siempre con nosotros. A veces una sensación nos los recuerda y nos los despierta con rabia. Es el caso del episodio que padecí siendo un niño, causado por otro niño apenas un año mayor, al que llamaremos David B., pero que fue altamente agravado por el actuar incompetente del “hermano” Carlos Pabón, a quien no pienso cambiar el nombre.

Esta es una historia que siempre he querido contar, pero no tenía la valentía para hacerlo. Hoy, por fin, creo que es necesario, porque supe de una historia similar, y me dije: “Le voy a decir a ese niño —que ya no soy yo— que no está solo”. Pienso que puede servir para otras personas, pero además para que algunos educadores sean conscientes de los impactos de su negligencia.

En algún lugar borroso de 1996, a mis 12 años, cuando cursaba segundo de bachillerato en el Instituto San Bernardo de la Salle, enfrenté una secuencia de hechos que me llevaron al padecimiento psicológico más grande de mi infancia. Quizás algunos pensarán que es una exageración frente a los vejámenes que los niños padecen en este país, pero para cada uno su experiencia es las más grande, y puedo decir que lo que pasó fue determinante en mi posición frente a la educación, y mis posturas éticas.

El colegio era un escenario hostil para los más pequeños. En mi caso se me acosaba por “amotriz”, mi inferioridad física y falta de habilidades sociales. Todo esto hacía que me catalogaran con las múltiples maneras soeces con las que algunos niños se refieren a los homosexuales, palabras que estaban en boga en los noventa. En colegio de “machos” eran comunes rituales extraños, como en el que la cabeza de un estudiante rotaba de cerca por la entrepierna de varios compañeros que, paradójicamente, reafirmaban así su masculinidad, a la vez que se daba esa humillación para el niño pequeñito, quien era desprendido de su hombría.

Read more!

Por todo eso, no fue para mí extraño que Daniel B. me quitara mi ‘cuaderno de tareas’ durante un cambio de clases. Ante mi ruego para que me lo devolviera, tomó mi mano y la llevó a su entrepierna. No pensé que fuera un acto homosexual como tal, sino el mismo ritual de sometimiento tribal que era tan cotidiano en ese colegio masculino (de reprimidos).

Daniel B. era un matoneador más, con malas notas. Él mismo era víctima de matoneo por su cuerpo regordete y porque lo trataban de tonto, pero respondía las ofensas con golpes, que compartía también, sin explicación alguna, con otros de sus compañeros que no lo amenazábamos de ningún modo. Recuerdo que se acercaba a mi mejor (único) amigo, le daba una patada en la tibia y se iba riendo, dejándolo a uno en una confusión ontológica sobre el sentido de ese maltrato. Daniel B. necesitaba ayuda, orientación y, probablemente, amor, pero estábamos en la selva y teníamos que sobrevivir o terminaríamos cubiertos de patadas o abucheados en público.

Read more!

Sin embargo, lo extraño fue la petición posterior: Daniel B. me devolvería el cuaderno si me quedaba al finalizar clases. Me generó mucha ansiedad. El ‘cuaderno de tareas’ era muy importante, era donde se ponían todos los pendientes. Nunca pude imaginar que mi ansiedad por conservar mi cuaderno me llevaría a una experiencia tan traumática; pensé que me iban a regañar en casa y en clases si lo perdía, o que me iba a atrasar en mis tareas. El pequeño obsesivo que era —y sigo siéndolo— quería recuperar el cuaderno a toda costa, incluso si eso significaba perder la ruta del colegio.

A mediodía había un receso de media hora en el que salían los alumnos de bachillerato y entraban los niños de primaria, quienes usaban nuestros mismos salones en la tarde. Me parece recordar que en el nuestro tenía clases tercero de primaria. Daniel B. y yo esperamos a que todos los compañeros salieran. Él se asomó al pasillo para ver que no viniera nadie. Pasados 5 o 10 minutos se me acercó y me llevó hacia una de las esquinas —creo recordar— justo al lado de la mesa del profesor.

No ad for you

Fue allí donde me tiró al suelo, me hizo arrodillar y se sacó su pene chiquito y calvo, aproximándolo hacia mí. Me pidió que me lo pusiera en la boca. En ese justo instante entraron dos o tres niños de 5 a 6 años, quienes gritaron, creo que rieron y salieron corriendo. Daniel B. se alejó, me devolvió el cuaderno y se fue a su ruta. Yo también, ansioso, pero tranquilo de que no se hubiera materializado lo que sea que iba a suceder. Emprendí camino a casa.

Sin embargo, no sospecharía que ese era solo el comienzo. El verdadero hecho traumático sucedió poco después, y es la razón por la que creo que el verdadero victimario de todos los hechos es el “hermano” Carlos Pabón, el coordinador de disciplina. Debía tener 30 a 35 años, casi la edad que tengo hoy. Era un tipo menudo, de gafas. Hablaba con mucho rigor y con un sonsonete fastidioso.

Tres días después del episodio, el “hermano” Carlos Pabón pasó a nuestro salón, nos llamó a Daniel B y a mí, y dijo que quería hablar algo con nosotros. Caminamos a su despacho en silencio. Una vez llegamos nos pidió que nos sentáramos frente a su gran escritorio —desde donde ejercía su autoridad— y se dirigió a nosotros con solemnidad, con cierta sonrisa odiosa o irónica, o eso me parece recordar:

No ad for you

—El lunes, este lunes, algo pasó en el salón de clase a la hora de salida.

Pasé saliva, temblé, mi corazón se aceleró, tuve pánico. Me parece recordar que sentí que me desvanecía. Tuve un miedo profundo de que nadie pudiera entenderme. Hasta ganas de orinarme.

—Quiero que me cuenten lo que pasó.

Nos quedamos congelados.

—Nada, hermano —me parece que dije yo.

—Nada, señor —me parece que dijo Daniel B.

—Nada, nos quedamos hablando en el salón, pero nada —dijo alguno de los dos.

El “hermano” Carlos Pabón levantó la voz con firmeza:

—Sí, sí pasó algo, y de acá no nos vamos hasta que ustedes me digan qué fue lo que pasó exactamente. Hasta que ustedes dos lo confiesen.

El “hermano” Carlos Pabón se sentó, mirándonos prolongadamente por 10 minutos. Luego, ofuscado, dijo:

—Pues entonces no nos vamos. —Y se puso a revisar unas carpetas frente a nosotros.

Estuvimos, de nuevo, una hora y media callados, viéndolo trabajar. Me recuerdo mirando hacia el escritorio mientras un montón de pensamientos atropellados atravesaban mi mente. También lamentaba estar perdiendo clase y sin saber qué iba a pasar. Recuerdo mi desolación, mi soledad, mi miedo. No sabía qué hacer.

No ad for you

Al final de la hora y media, el “hermano” nos envió a clase. Pero al otro día volvió a buscarnos al salón, casi a la misma hora. Otra vez nos llevó al despacho y dijo casi las mismas palabras:

—El lunes, este lunes, algo pasó en el salón de clase a la hora de salida. Quiero que me cuenten lo que pasó. De aquí no nos vamos hasta que ustedes confiesen.

“¿Confesar? —pensé desesperado—. Yo no he hecho nada, yo no busqué nada”. Otra vez pasamos casi hora y media en su oficina, tiempo que se me hizo eterno, mirando el escritorio, en silencio, mientras él llenaba unos listados y hojeaba documentos en unas carpetas. Al final nos dejó ir y nos dijo: “Nos vemos el siguiente lunes y me van a contar todo”.

Llegué a casa angustiado, no sabía qué hacer, tenía miedo, y creo que acá pasó lo peor: la tortura psicológica del “hermano” Carlos Pabón me obligó a llamar a casa de Daniel B., mi victimario. Lo llamé desde mi viejo teléfono fijo y hablamos casi una hora, pensando alternativas de explicaciones para el siguiente interrogatorio: estábamos jugando con unos muñecos luchadores, habíamos hecho una apuesta para orinar en el salón, habíamos llevado un hámster calvo, estábamos jugando lucha libre, como en un programa que habíamos visto en televisión.

No ad for you

Toda una serie de confabulaciones planeamos y construimos narrativamente. Nos habíamos puesto de acuerdo en lo que íbamos a decir. Solo años después vendría lo horrible que había sido tener que llegar a acuerdos con Daniel B. para encubrir algo que yo nunca había propiciado.

El siguiente lunes, casi a la misma hora, el “hermano” Carlos Pabón pasó otra vez al salón por nosotros, nos llevó de nuevo a su oficina y comenzó otra vez:

—Ahora sí, me van a confesar lo que pasó.

Comenzamos con la pelea de muñequitos de lucha en la entrepierna.

—No, eso no pasó —dijo.

Seguimos con el hámster calvo.

—No, eso no fue lo que pasó.

Continuamos con la lucha que se parecía a un programa de televisión que nos inventamos.

—No, eso no fue lo que pasó.

Y así con todas las historias que habíamos construido. Otra vez nos envió a casa, pero el interrogatorio comenzó de nuevo el miércoles, o algo así, a la misma hora. En la víspera, de nuevo llamé desesperado a Daniel B. y tratamos de idear nuevas historias. Lo íbamos a convencer, sabíamos que la apuesta debía ser una historia más vergonzosa para que él entendiera por qué no lo contamos antes. Ingenuamente pensamos que lo podíamos engañar.

No ad for you

Esta vez también nuestras confabulaciones, que incluían la apuesta para orinar en el salón, fueron descartadas. La verdad no puedo recordar todas las historias que inventamos, pero sí que fue una tortura ver como él refutaba cada historia y nos pedía, otra vez, que le dijéramos “la verdad”.

Al final, solo al final de esta jornada, el “hermano” dijo: “Esto fue lo que pasó…”. Contó la historia de cómo, supuestamente, dos niños pequeños nos habían visto en una felación, lo cual no alcanzó a ocurrir, pero al “hermano” nunca le importó la verdad, sino “la verdad” que había elegido con lo que le habían contado los niños; así de mediocre era en su abordaje. No nos escuchó. Nos dijo que no entendía por qué le habíamos mentido tantos días.

Yo soy el que no entendí, “hermano” Carlos. Lo que es peor, no entiendo ahora, 25 años después. ¿Por qué, si usted sabía, “hermano” Carlos, nos sometió? ¿Por qué me sometió a esa tortura de que se lo contáramos todo? ¿Por qué no lo dijo de una vez? ¿Por qué me obligó a confabular con mi victimario? ¿Por qué sometió a dos niños de 12 y 13 años a esos interrogatorios? ¿Por qué quería que se lo dijéramos? ¿Era acaso, “hermano”, que usted quería humillarnos, exponer nuestra culpa y señalarnos? ¿Por qué quería una confesión? ¿Qué placer religioso le daba usted que confesáramos? ¿Acaso usted sentía que hacía justicia? ¿Por qué hizo eso?

No ad for you

El tema terminó en que, a pesar de que lloramos y le rogamos que no lo hiciera, el “hermano” Carlos Pabón llamó a nuestros padres. Debo decir que mi mamá fue comprensiva; a Daniel B. le fue mal, el papá lo abofeteó en el parqueadero y lo sacaron del colegio. El manejo de Carlos Pabón fue igual de mediocre que su diagnóstico:

—Yo no creo que sean niños homosexuales, pero sí deben ir al psicólogo.

Toda esa tortura terminó con enviarme dos veces a una psicóloga mediocre del colegio, que nunca entendió la injusticia a la que yo había sido sometido, y ya. Pero este hecho y el modo como se manejó sí me marcaron. Me pusieron una anotación en el observador del alumno, cuyas notas leían en el salón, en público, y al llegar a mí se vio que había una nota de tres páginas a mano. El “hermano” y la profesora callaron y se miraron con terror. Todos mis compañeros quedaron convencidos de que hice algo terrible.

De alguna forma, todo se filtró —o alguna versión—, y esto hizo que tuviera fama de homosexual y que un par de compañeros, que se las daban de muy machitos, intentaran abusar de mí dos veces en su casa, fallidamente, por fortuna. Tardé en recuperarme. Al año siguiente, un coordinador laico, bondadoso, Carlos Yusti, quien conoció la historia, le dijo a mi mamá que le parecía que yo había superado el hecho de forma admirable y promovió darme la distinción del ‘botón de plata’, un reconocimiento para los mejores de cada grado. Recibí el ‘botón de plata’ sabiendo que, tal vez, no lo merecía; que, aunque era bueno, había mejores candidatos, y aún creo que eso fue como un acto de desagravio de parte del colegio, o al menos promovido por algunos profesores como Yusti, que sentían que debían motivarme. Debo aceptar que en parte funcionó y me sentí muy motivado.

No ad for you

En ese colegio de matoneadores encontré gente maravillosa. Hice grandes amigos que despertaron mi intelectualidad y pensamiento crítico: el profesor Justo, quien nos enseñó a Carl Sagan en VHS; el hermano Pablo, quien me habló de las luchas en que vale la pena arriesgar la vida y me apoyó de tantas formas; y otros tantos, quienes me enseñaron el amor por la biología y por la ciencia.

No estoy tratando de generalizar, sino de referirme a este hecho y todo lo que se puede aprender de él. “Hermano” Carlos: usted no se acuerda, pero quiero ofrecerle mi compasión por su negligencia e inexperiencia. Confió en que otros educadores, como usted, en esta época tengan una mejor formación en psicología o empatía frente a hechos para los que usted, claramente, era incompetente de manejar. Seguramente usted, en su afán fanático de confesión, no pensó en las consecuencias para la mente de dos niños.

Yo, al final, me la libré gracias a que muchas cosas en mi vida fueron maravillosas. Pero la verdad, por culpa suya, este, y no otro, es el recuerdo más vívido de mi infancia. Eso no se lo perdono. Esos días que usted me obligó a sentarme frente a su escritorio a responder una pregunta de la cual usted creía tener la respuesta… No tengo ningún otro recuerdo que sienta más, y eso no me parece justo.

No ad for you

A mí esto me enseñó mucho. Probablemente a usted no le enseñó nada. Porque, si es malo olvidar que nos dañan, es peor no ser consciente del daño que uno ha causado a otros, como le ocurrió a usted.

Acá le traigo mis recuerdos, “hermano”, para que no los olvide. Acá le devuelvo su culpa, “hermano”. No la necesito.

Por Julián A. Fernández Niño

Conoce más
Ver todas las noticias
Read more!
Read more!
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta  política.