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Cartagena, la Riviera del tercer mundo

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Columnistas elespectador.com
06 de enero de 2010 - 02:29 a. m.
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El Corralito de Piedra puede cambiar como por arte de magia en burbuja de cristal.

Adentro abundan los oasis de castillos fortificados que encierran plantas exóticas, cascadas como paredes, muros vegetales verticales, muebles Luis XV, el arte más contemporáneo, objetos milenarios de Malí, de Indonesia y Marruecos, antigüedades chinas, telas indias, esculturas del África negra profunda, entre tantas otras.

Cada noche tiene un apellido de esos generosos y poderosos que muy amablemente invitan a un selecto combo de personalidades para vivir la noche como si fueran las mil y una noches. Durante el día, la gente se repite y los anfitriones también, pero esta vez desde sus islas privadas en el Rosario o en sus casas en Barú. Nada tiene de malo ni de injusto, la gente tiene todo el derecho de disfrutar su fortuna como le venga en gana.

Más allá de la intimidad de las casas particulares, los restaurantes que cada vez son más en número, adiestran a sus comensales en flexibilidad y aumento del cupo de sus tarjetas de crédito. Porque si bien algunos no quieran darse cuenta, Cartagena a pesar de ser el hot spot del Caribe, sigue siendo una ciudad de un país subdesarrollado donde el salario mínimo mensual son sólo $515 mil. Sin embargo, un restaurante como Juan del Mar se da el lujo de cobrar por sus langostinos caribeños, thai, al ajonjolí y en todas sus preparaciones $60 mil como si los mariscos justo al lado del mar fueran una exquisitez exótica.

Cartagena se está volviendo igual en inversión que comer en París o en Nueva York. Para no ir más lejos, las fiestas de San Silvestre representan un grito de exceso y, por qué no, un robo a mano desarmada, pero consentido. La fiesta del Santa Teresa que bien tuvo por llamarse Extravaganza, cobró $800 mil por persona y $600 mil por niño. Incluía una mediocre cena bufé, una mísera copa de champaña Chandon y una fiesta amenizada por Wilfrido Vargas, Silvestre Dangond y un DJ para el final de la noche.

Le siguen los hoteles, boutiques o no boutiques, que si bien algunos ofrecen mágicos escenarios, no dejan de cobrar tarifas que no corresponden a lo que realmente son. Se puede llegar a pagar fácilmente US$1.000 por una habitación en temporada alta.

Afuera de esta ciudad amurallada, Cartagena pareciera imbuida a finales del siglo XVI, donde el hambre, los pícaros, la desigualdad social y la mendicidad son el pan de cada día.

No deja de incomodar tal contraste abismal, ese que seguramente no se da en los Hamptons ni en la Costa Azul.

 Inés Echavarría. Bogotá.

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