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En su artículo del domingo 22 de noviembre (El Espectador, “El comandante sí quiere la guerra”), Ibsen Martínez puso el debate sobre el conflicto entre los gobiernos de Colombia y Venezuela en el lugar correcto. No, Chávez no está loco.
Y sí, la guerra es una posibilidad dentro de la perspectiva de confrontación global contra el imperio desde la que Chávez interpreta el mundo y su lugar en la historia. Y sí, Chávez, a la manera de los estrategas de la guerra fría, está siguiendo el viejo principio de negociar al borde del precipicio: hacer tan real la catástrofe por venir que su pura cercanía lleve a realizar concesiones que aseguren la supervivencia de ambos bandos. Lo ha hecho castigando a Colombia en lo económico y haciendo muy difícil la vida para los colombianos y venezolanos que comparten, desde hace muchos años, un territorio único a los dos lados de una frontera que no nos separa, sino que nos une.
Pero son dos bandos, no uno solo, los que están comprometidos en esta confrontación, y esto es lo que olvida Martínez en su nota. Cualquiera que lea el texto del “Acuerdo complementario para la Cooperación y Asistencia Técnica en Defensa y Seguridad entre los Gobiernos de Colombia y de los Estados Unidos de América” sabrá de inmediato que no se trata de un simple saludo a la bandera, sino de un acuerdo dirigido a “contrarrestar las amenazas persistentes a la paz y la estabilidad, como el terrorismo, el problema mundial de las drogas (…) así como para enfrentar las amenazas comunes a la paz, la estabilidad, la libertad y la democracia”. Es decir, todo lo que representa Chávez y su revolución Bolivariana a los ojos de los estrategas de los Estados Unidos. Como el tratado incluye, además, “el fortalecimiento de la interoperabilidad de las Fuerzas Militares de Colombia a través del incremento de su capacidad de cooperar bilateral o multilateralmente con otras fuerzas militares”, cualquiera, con el uno por ciento de la paranoia atribuida al presidente Chávez, estaría más que preocupado y tomaría lo firmado por el embajador de Estados Unidos y el Canciller de Colombia como una amenaza muy seria a la supervivencia.
¿Cuál es el margen de maniobra del gobierno de Uribe en esta situación? Ninguno, casi cero. La reelección de su gobierno depende, en forma crucial, de la ayuda que Estados Unidos le da a Colombia en equipos de guerra, telecomunicaciones, logística, y ahora interoperabilidad de sus fuerzas. Sin esos recursos —que regresan en un 96% a los bolsillos de las firmas estadounidenses que venden aviones, equipos, radares y demás instrumentos de la guerra— la seguridad democrática no tendría futuro y, sin ella, se desvanecerían los votos que hasta ahora han acompañado al presidente Uribe. ¿Podía Uribe negarse a firmar el acuerdo que tanto requería Estados Unidos después de la finalización de la base de Manta en Ecuador? No, por supuesto. ¿Podría cambiar ahora el sentido, los alcances, el nivel de amenaza del acuerdo firmado? No parece posible, tampoco. ¿Podría Chávez dejar de pensar el mundo en términos de una confrontación global entre el capitalismo y el socialismo que él ha bautizado como del Siglo XXI? Tampoco.
Lo que conduce al peor de los mundos posibles. Así como la permanencia en el poder de Chávez depende de mantener la confrontación global con el imperio norteamericano, la de Uribe depende de mantener la relación de dependencia con los Estados Unidos, que garantiza los votos que lo llevarían a una segunda y tercera reelecciones. Dos dependencias reales y una sola desgracia verdadera: una posible confrontación entre dos países y dos pueblos que no tienen ningún motivo para ir a la guerra, salvo los lugares que han elegido sus presidentes en la cambiante geopolítica del mundo contemporáneo.
Boris Salazar. Cali.
Los gracejos de Héctor Helí
Además de saludarlos y felicitarlos por su excelente labor al frente de El Espectador, quiero aclararles el contenido de una información que sus columnistas y caricaturistas han interpretado de manera injusta, porque no entendieron que se trató de un gracejo de los que acostumbro a hacer con los reporteros que cubren las actividades del Congreso para los distintos medios de comunicación, y que sólo se explica por la confianza y el aprecio que les tengo desde hace muchos años. Ellos también me hacen chistes y hasta cómicas imitaciones, que los divierten, en las largas horas de tedio de las sesiones del Congreso.
Lamento que el chiste que hice al salir de la Casa de Nariño, después del encuentro sostenido con el presidente Álvaro Uribe, haya generado la idea de que ‘me voltié’. Asumo mi propia responsabilidad y pago el precio de mis chistes malos, pero lo que no me explico es cómo le hacen eco a esa idea, teniendo en cuenta que el plazo para cambiarse de partido se venció el pasado 14 de septiembre. No sólo eso, sino que no está en mis planes abandonar el Partido Liberal. En mi conversación con el Presidente, traté unos temas (seguridad en Boyacá y proyecto de la prohibición de la dosis mínima de estupefacientes) que, en mi condición de congresista, sólo podría tratar con el mandatario. Insisto en que lo del “viva” fue un mal chiste, que jamás esperé que gente tan inteligente y cultivada en el mundo de la política lo tomara en serio.
Héctor Helí Rojas Jiménez. Senador de la República. Bogotá.
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