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El buen día y la buena noche de Nicolás Rivas de Zubiría

Mi buen amigo Nicolás Rivas de Zubiría murió el pasado domingo 18 de mayo. Tenía 49 años, joven para morir en un mundo en el que la expectativa de vida supera por más de dos décadas esa edad.

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El Espectador
23 de mayo de 2009 - 02:42 a. m.
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“En medio del camino de nuestra vida”, dice el Dante…

Si está en algún lugar del universo observándonos, estoy seguro de que Pepe fue feliz en la misa con la cual lo despedimos, que se partió de risa con el ya habitual error del cura al pronunciar el nombre del difunto y con la presencia de tantos que lo quisieron, de sus compañeros de trabajo de la Cancillería, incluyendo al Canciller; de su familia y de sus amigos, que tanto lo queríamos.

El atacante fue un cáncer agresivo que apenas le dio cuatro semanas para enterarse de lo que estaba sucediendo, así que su despedida fue breve. Hoy pienso que esa brevedad tan cruel le ahorró dolor terrenal y que su orgullo bíblico no le habría permitido soportar una larga enfermedad. Así que durante esos días estuvo él en pleno, entero, con su sentido del humor cáustico y preciso con el cual demostró siempre su maestría con las palabras y su aguda percepción sobre la vida y los demás.

Yo fui amigo suyo desde la adolescencia y atravesé con él las aventuras del primer Pielroja, la primera borrachera, la primera novia en serio, el primer disco de The Who y otras primeras que mejor no se cuentan. De modo que lo vi alcanzar en la vida todo lo que se propuso en esos años de juventud cuando parecía un adulto prematuro. Desde que entró a estudiar Derecho en la Universidad del Rosario, Pepe quería seguir los pasos de su abuelo, el canciller Raimundo Rivas Escobar. De modo que aun antes de graduarse como abogado estaba ya en los corredores de la Cancillería y muy pronto viajaría a Canadá en uno de sus primeros trabajos con el Ministerio.

Rivas llegó a ser Viceministro para Europa, Asia, África y Oceanía; Ministro Plenipotenciario de la Misión ante Naciones Unidas y Ministro Consejero en la Embajada ante la OEA; director de Asuntos Políticos Multilaterales del Ministerio y ejercía, en el momento de su fallecimiento, como Cónsul de Colombia en Santo Domingo. Quienes conocen bien la Cancillería saben que era uno de esos pocos grandes señores que tiene nuestra diplomacia, hoy unos animales medio extintos.

Fuera del Ministerio fue, también, muy exitoso. Acompañó a Alfonso Valdivieso y a Andrés Pastrana (cuando Valdivieso se sumó a las filas pastranistas contra Serpa)  en sus campañas políticas como speechwriter y fue asesor presidencial en el gobierno del presidente Gaviria.

Liberal hasta los tuétanos, le podía más su sentido del humor que su sentido político y a Alma de Zubiría, su madre, lopista radical, le tomaba el pelo noche y día con chistes sobre López hasta hacerla rabiar. Luego le aclaraba que se trataba de una tomadura de pelo y ella sabía perdonarlo.  No hay duda de dónde estaba su corazón político liberal, anticlientelista y decente.  Animal en extinción, por partida doble.

Sé que son datos, apenas. Datos con los que se llenan las hojas de vida. Datos que no dicen gran cosa sobre ese tipo alto y flaco, huesudo, que fumaba como una chimenea, que tenía opiniones severas sobre el mundo, opiniones como dardos que escondían detrás de una coraza de humor sarcástico a un corazón noble y generoso. De ahí los amigos, tantos amigos; de ahí el dolor de todos en la familia, entre los Rivas y los De Zubiría y los Urdaneta, todos esos primos, tíos, hermanos, hermanas, sobrinos, que lo adoraban, que lo adorábamos por el tipo enorme que era, por su corazón enorme, por su enorme sentido de amistad.

En Canadá viven sus dos bellas hijas del primer matrimonio: Paula y Camila. Paula estudia derecho y es rubia. Camila termina el bachillerato y tiene el pelo negro: ambas a su manera son igualitas a su padre. Ambas son inteligentes, perspicaces y con carácter. Cada vez que podía él iba a verlas, primero a Washington, donde vivieron después de la separación de sus padres, luego a Canadá, donde viven ahora. Vi su cara de felicidad al verlas llegar a Bogotá,  pocos días antes de irse de este mundo a encontrarse con el Cacho, su padre, don Alfonso Rivas, con quien estarán sentados en algún lugar conversando, con un vaso de whisky en la mano, burlándose un poco de todo.

Al salir de la misa,  vi a su hijo Nicolás, jugando en el pasto. Nicolás Rivas tiene tres años. Días antes caminaba por la clínica, de la mano de Jackie, su mamá, la actual esposa de Pepe y el verdadero amor de su vida, la que lo sacó de la soledad hace diez años y quien lo quiso con el alma. “Está plofundo”, nos dijo el pequeño Nicolás, días antes en la clínica, luego de entrar a ver a su padre, y agregó, repitiendo la frase cariñosa de la madre en las noches de la casa y llevándose el índice a los labios: “hay que tener mucho cuidado para no despeltarlo”.

Al salir de la misa Nico estaba allí afuera, jugando en el pasto. Tiene el pelo negro, ensortijado como el de su abuelo, y la mirada de Pepe. Dicen que tiene también su sentido del humor. The wit, dirían los anglosajones, esa fascinante señal de inteligencia que hacía único el momento de estar con Pepe y de observar este mundo tan raro que habitamos por tan corto tiempo a través de su incisiva lucidez.

“Es de llorar”, decía con frecuencia. Se refería a los arribistas, por ejemplo. “Son de llorar”. O a los burócratas, “de llorar”. O al clima bogotano, sin duda “de llorar”. O a los soberbios, esos sí que le parecían “de llorar”.

Pues hombre, Pepe, así estamos todos tras su partida a lo que llamaba Dylan Thomas, “into that good night”.  Estamos con el corazón en la mano, y tan tristes, que estamos de llorar.

 

 Miguel Silva.

Por El Espectador

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