Algunas cifras ayudan a desnudar las palabras vacías del poder frente a la opinión pública. En 2024, la Defensoría del Pueblo contabilizó el asesinato de 157 defensores de derechos humanos y líderes locales. Hay en la violencia política que afecta al establecimiento, del signo político que sea y en cualquier lugar, una mentira más: se nos presenta como la única violencia que importa por su capacidad de destruir la democracia, que supuestamente el establecimiento garantiza y representa.
Pero la verdad es otra. La democracia se socava a diario con la violencia política que se ejerce contra la ciudadanía desde esa matriz de relaciones formales e informales que han tejido el establecimiento visible y el invisible, entre el poder político de cualquier signo, las mafias y las economías criminales que los protegen y los amenazan, según el momento. Lo que vemos hoy en Colombia, pero también en México o en Ecuador, por señalar algunos ejemplos concretos, es una guerra abierta por el poder entre todos ellos. No una defensa de la democracia. La violencia se disfraza mediante encubrimientos discursivos y retóricos, nos decía Hannah Arendt.
La violencia política sustenta el equilibrio del sistema. El establecimiento y los secuaces que los rodean viven por y para legitimar sus actos y justificarse, a cualquier precio. El miedo es la fórmula perfecta y también la más eficaz para sus propósitos inconfesables. El magnicidio político para llevar a las sociedades a la paranoia. El asesinato político como factor de cohesión y polarización a partes iguales, frente al enemigo invisible. El disparo a bocajarro como aglutinador de todos los miedos juntos en un solo corazón y una sola oración, que suenan al unísono en todos los rincones de la patria. El crimen político se convierte en un acto legitimador de los pasos que están por venir. La conmoción de las masas como elemento imprescindible para alimentar las narrativas de unas democracias construidas a medida. El establecimiento contra al establecimiento.
Los crímenes políticos, como el execrable intento de asesinato de Miguel Uribe Turbay, son golpes de efecto ejecutados con precisión intelectual y sofisticación, usando incluso como brazo ejecutor a un menor de un sector marginal. La violencia se explica mejor desde la pobreza. Estos crímenes están concebidos para afianzar una idea o promover lo contrario de lo que se dice en las tribunas y en privado. Que nada parezca lo que verdaderamente es. Alguien recoge el guante, empaqueta en una bala un ambiente cocinado previamente y ejecuta un shock brutal para hacer cambiar el sentir de toda una comunidad de golpe, de sopetón. Un hecho para descolocar a toda la sociedad. Un cambio radical sobre la percepción del entorno, del día a día, y también sobre el futuro de la vida de todos, si el mensaje no es bien entendido cuando haya que ejercer el sacrosanto derecho al voto en libertad, por supuesto. En consecuencia, el último eslabón en las relaciones entre el poder y las nebulosas. Un intento de autoreset criminal, de autorregulación de un sistema putrefacto donde la ciudadanía vive cada día entre la violencia y la esperanza para que esta cese.
En este laberinto, la selección de la víctima no es baladí. Elegir adecuadamente a quien matar es imprescindible para modular el volumen del trasfondo y también para hacer indescifrable el mensaje que contiene. También lo es para hacer irresoluble la autoría intelectual de la barbarie. Quizás en 50 años, cuando estemos todos muertos. Definir un objetivo para no hacer una lectura clara del hecho. Redes transnacionales del crimen. Una víctima atribuible a todos y a nadie. La vida de un hombre joven no importa. Lo determinante de este abominable hecho será su instrumentalización en el siguiente acto de esta tragicomedia de democracia que habitamos.