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El editorial “La Segunda Guerra Mundial y el revisionismo” tiene dos errores.
Tildar a Norman Finkelstein, el autor de La Industria del holocausto de revisionista es absurdo. Finkelstein, cuyos padres sobrevivieron a los campos de Majdanek y Auschwitz, definitivamente no niega el así llamado Holocausto judío sino que expone a instituciones e individuos que explotan el sufrimiento de los judíos para enriquecerse con dineros que fueron entregados para ayudar a los sobrevivientes.
En cuanto a las bombas atómicas lanzadas a Hiroshima y Nagasaki, es natural que el gobierno de los EE.UU. defienda este barbárico acto como indispensable. Sin embargo, casi todos los líderes militares de alto nivel, como el mayor general Curtis E. Lemay; el almirante William D. Leahy, jefe del Estado Mayor del presidente, y el general George C. Marshall, jefe del Estado Mayor del Ejército, quienes tuvieron acceso a la información confidencial relevante, declararon que el uso de la bomba atómica no fue una necesidad militar. Los americanos, que habían descifrado el código japonés, sabían que Japón estaba dispuesto a rendirse con la única condición de que el emperador mantuviera su lugar. Sin embargo, el presidente Truman, sabiendo esto, lanzó las bombas.
Guenther W. Roppel. Bogotá.
Adiós a Colombia
Aprovechando esta tribuna abierta me animo a plantear uno de los dilemas que llevan a un colombiano a dejar su país. En mi caso no es estar desempleado desde hace un año ni haber perdido la casa de mis padres por el “viejo” UPAC, hoy UVR, ni tampoco que me hayan robado la bicicleta el mes pasado, en una ciclovía del occidente de la ciudad. A lo mejor mis razones, las otras, son más poderosas que éstas. Podría decirse que me voy porque se me acabó la “respiración artificial”, parafraseando a Ricardo Piglia. No me quedo porque quiero salvar algunos sueños que todavía tengo pendientes. Mi destino es el de muchos: una vieja Europa agonizante y repleta de xenofobias.
Quizá vuelva en diez años y ya ruede el metro que tantos anhelan, creyendo (ingenuamente) que nos “modernizamos” y que estamos 2.600 metros más cerca... del primer mundo. Caminaré con suerte por una que otra calle peatonal y si no me atropella la caravana del presidente de turno (si es que no es el mismo) podré contemplar el desfile del Bicentenario desde la carrera séptima. Ya no habrán quioscos de luz ni cine al aire libre. De pronto el alcalde de la época, algún Venus Albeiro Silva o un bisnieto de Gilberto Vieira, festejará con más globos e inaugurarán una estatua ecuestre de cualquier politiquero local (“cuestre lo que cuestre”).
¿Qué quedará de nosotros en diez años?, ¿serán los hipopótamos las mascotas nacionales, y habrán reemplazado a los cóndores (que no entierran todos los días)? ¿Cuántas comunidades indígenas quedarán? ¿Cuántos lectores habremos perdido en esta era digital, para satisfacción de columnistas como César Rodríguez? Al paso que vamos, vaya uno a saber si alcancemos como “nación” a celebrar dos años de (in)dependencia...
Gabriela Amar. Bogotá.
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